Por fin respiré cuando llegué a casa y sentí que el alma regresaba a mi cuerpo.
No era muy tarde que digamos, el precioso y armonioso reloj del Museo de Geología de la UNAM, ubicado a tan solo dos cuadras de mi casa, comenzaba a marcar, con sus dulces campanadas, las diez de la noche pero yo sentía como si hubiese estado llegando de una peligrosa juerga nocturna a altas horas de la madrugada. Y eso que no las acostumbro, pero la experiencia callejera había sido realmente muy fuerte. Como que ya va siendo hora de que yo aprenda que no con todo el mundo debo, ni puedo, andar haciendo bromas o tontos chascarrillos. Resulta que aquella noche, después de tomarme cuatro o cinco mezcalitos dobles en el que fuera el negocio de mi anteriormente inquilino, y ahora amigo, Martín, debidamente acompañados por unos deliciosos taquitos al pastor bañados con un poco de mole de Oaxaca, y algunas probaditas de rodajas de naranja con sal de gusano (que no podían faltar para hacer más sabrosa la experiencia) decidí que no sería mala idea regresar caminando a mi casa y disfrutar también un poco del fresco aire decembrino que soplaba suave y delicadamente pero muy lejos estaba yo de imaginar el tremendo susto que me llevaría y menos aún de suponer que este se debería a mi estúpida bocota y mi costumbre de jugar alegremente casi con cualquier pretexto. Eso, muy a pesar de que mi rictus usualmente suele ser muy serio y seco, a grado tal que hasta mis muy allegados piensan con frecuencia que estoy enojado.
La ruta era sencilla y relativamente corta.
Tan solo había que caminar del Centro Histórico de la Ciudad de México, de la Calle de Mesones, a la Calle de Xxxxxx, casi esquina con el Zzzzzz, en la colonia Santa María la Ribera. En realidad solo había que recorrer tres cuadras sobre Mesones, otras pocas sobre el Eje Central, Lázaro Cárdenas y finalmente llegar hasta la Avenida Hidalgo, frente a la Alameda Central y continuar derecho para cruzar Avenida Insurgentes en donde la avenida cambia de nombre y comienza a ser San Cosme, unas pocas calles adelante está el cruce Zzzzzz, doblar a la derecha y caminar cuatro largas calles más. Nada complicado ni escandaloso, de lo que nunca me acordé, fue que la Alameda Central, de noche, pese a estar soberbiamente iluminada, no es muy recomendable que digamos cruzarla de noche pues los asaltos están a la orden del día merced a la absoluta soledad de la que goza y que en la acera de enfrente, justo junto al Teatro Hidalgo, se instalan sobre las banquetas decenas de lo que los cursis y falsos izquierdistas mexicanos han dado en llamar “trabajadoras sexuales”, que no es más que un hipócrita eufemismo de prostitutas baratas, popularmente conocidas como putas, así como que estas lindas personitas son extremadamente peligrosas pues suelen estar muy alcoholizadas, drogadas y además armadas. Por las callecitas que desembocan a la Avenida, ni asomarse conviene, están saturadas de pequeños hotelitos de muy mala muerte, aunque eso sí con nombres muy rimbombantes que comúnmente se leen a la mitad pues les faltan letras o bien están fundidas las luces y son más oscuras y cochambrosas que la conciencia del Cavernal Norberto Ribera. Arzovispo Primado de la Ciudad de México.
Yo cobro quinientos varitos güero, tú pones el hotel. (Escribo “varitos” con “v” porque así lo pronuncian).
Para cuando me percaté de en dónde diablos me había metido por mi imprudencia y ganas de caminar (me encanta, igual que andar en bicicleta) ya era demasiado tarde, no pasaba ni una sola “pesera”, esas destartaladas latas de sardinas que circulan como cafres por toda la Ciudad de México, menos aún un taxi, no había más que seguir caminando y cuidarse hasta las espaldas, no fuera a ser la de malas que un picahielos se atravesara en mi camino, ingresando por un costado, a la altura de los intestinos o un riñón, con tal de robarme los cuatro pesos y medio que llevaba, el viejo y destartalado celular, y quizá, los zapatos, el chaleco y la camisa. En eso me concentraba cuando de pronto una araña fumigada, más flaca que un palillo de dientes y maltrecha que una vieja carcacha abandonada hace veinte, o veinticinco año en un deshuesadero me dijo con voz aguardientosa que pretendía ser sensual y sugestiva “Qué pasó güero, yo cobro quinientos varitos ¿Te animas? Tu pones el hotel pero mis servicios incluyen toditito, no pude dejar de preguntarme, no sin cierto asquito, qué diablos sería eso de “toditito”, el caso es que para rechazar la oferta se me ocurrió decir: “No gracias, pero yo cobro mil”, en eso abrió una vieja y muy raspada bolsa de cuero color café claro y fue entonces cuando el alma se me fue al piso pues seguro estaba de que sacaría una pistola y me metería dos o tres plomazos sin siquiera pestañear. Después de todo ese tipo de gente la ha pasado tan mal durante toda su vida que es extremadamente suceptible y suele reaccionar muy violentamente cuando se siente lastimada, herida o burlada. Pero no, para mi sorpresa sacó un doblado billete de quinientos pesos y espetó “sale güero, yo pongo la difiriencia, pero insisto, tú pones el hotel”. “No, muchas gracias, mejor suerte para la próxima”, respondí rápidamente intentando ocultar, sin mucho éxito que digamos, mis nervios y emprender marcha lo más rápido que pude. Excuso en decirles, mis muy apreciables y distinguidos cuatro lectores y medio que si antes de eso me cuidaba las espaldas, mis precauciones a partir de entonces se extremaron al máximo. Mi corazón latía a mil por hora, pues seguro estuve de que me iba a matar. Lo único que no alcanzo a explicarme es porqué no lo hizo. FIN.
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