AYER Y HOY

Me crie en Avellaneda, barrio de pueblo, bien en frente a la cancha de Independiente que, por casualidad o provocación, está a dos cuadras de la otra rival, la de Racing. Y aunque en público nos llamamos “primos”, cuando el clásico entre ambos clubes se juega nos transformamos en enemigos por noventa minutos.

El barrio Mariano Moreno (en ese tiempo sin rejas), en esos encuentros era lugar de contienda, pero más de bravuconadas que de daños reales (pese a que cerrábamos ventanas, por las dudas)

No obstante, pasado el primer impacto del resultado, los de uno y otro club terminábamos comiendo en las parrillas improvisadas sobre las calles Díaz Vélez y Alsina. Hubiesen sido fanático de “los diablos rojos” o “de la Academia”, nuestro padres tomaban el vino de la paz, los niños comíamos choripanes que al jugar a la mancha seguro caían al suelo tanto como seguro era recogerlos y comerlos con apuro para seguir corriendo a los otros niños, tocarlos y gritarles, lo más fuerte posible, ¡Mancha! Caras y ropas sucias, corazones alegres, padres despreocupados y madres en las casas rezongando por la grasa, tierra y el olor a humo que deberían quitar a puro refriegue.

Igualmente todos nos juntaríamos felices de nuevo en la piscina de cada institución o en los “Siete Bailes Siete de Carnaval”, fecha en la que cada sede se sacaba chispas para llevar a los mejores artistas del momento: Sandro, Palito Ortega, Chubby Checker (con quien delirábamos cuando cantaba “Let’s Twuist Again”). En ese momento las dimensiones rojas o académicas se hacían una en las piernas. Y en los lentos del final los besos adolescentes borraban toda grieta.

Los sábados y domingos los muchachotes jugaban en la canchita del complejo y todas las chicas arengábamos a nuestro noviecito, sin importar el equipo al que pertenecía. De noche un asalto en la casa de alguien. Los varones llevaban las gaseosas, las muchachitas los comestibles. Mientras se bailaba todos esperábamos con ansiedad el juego de la botellita: depende de hacia dónde apuntaba el pico y el traste de la botella venía el roce de labios.

Ojalá sea alguien que nos guste –pensábamos todos; mas si no, las reglas del juego implicaba darlo igual; las risas y bromas del resto lo hacían leve.

Sin embargo, no todo era tan idílico. Avellaneda había sido la cuna del 17 de Octubre, el día en que “la chusma del sur” –según los patricios del Norte– cruzó el puente Pueyrredón (que separaba a las clases sociales) para lograr la libertad del General Perón, con Evita a la cabeza.

Cuando fueron derrocados por la Revolución Libertadora (mejor dicho: “Fusiladora”) que disparó desde aviones a los peronistas presentes en Plaza de Mayo para defender al Grande (porque la élite consideró “demagógico y populista” por dar beneficios a los obreros), Avellaneda quedó bajo el ojo de la tormenta.

Nombrar a Perón o a Evita determinaba meses de cárcel y parecía que habíamos quedado confinados al silencio. Pero Avellaneda no se iba a resignar, claro que no.

En ninguna casa podía haber distintivos justicialistas…y no los había. Pero no contaron con la astucia del trabajador que de alguna manera se haría sentir.

Casi en complot, en cada jardín o balcón había un loro que cantaba:

“¡Perón, Perón, qué grande sos!

¡Mi general, cuánto valés!”

Y cuando uno comenzaba las otras aves arremetían con el coro que causaba la locura de la seccional 1era de la calle Lavalle. Mas como los cantantes no eran personas y no podían llenar celdas con cientos de plumíferos tenores, debían retirarse con los patrulleros vacíos y apenas daban la vuelta para volver a la comisaría, humillados, los vecinos hacíamos algún ruido fuerte para demostrar la unión en el sentimiento. En todo el vecindario sonaba cuanta cosa pudiera hacer retumbo, desde timbres hasta palos contra los árboles. “Orgullo de la Resistencia”, lo llamábamos. Y si en un día de mucho frío había mucho sol, el saludo entre vecinos, muy por lo bajo, era: “Feliz San Perón” u “Hoy es un día peronista”

Finalmente heredé la casa de mis padres y reciclaron la vecindad, las antiguas canchitas ahora son bellas plazoletas y las rivalidades durante el clásico Independiente-Racing continúan más cuando las barras bravas se cruzan, (esas denostadas por los auténticos hinchas). Aquellas parrillas de chapa ya no están. Y Avellaneda pasó a ser de “polo obrero” a “ciudad”.

No obstante, las emociones son las mismas porque para los más viejos los loros peronistas aún cantan en la memoria. Y así será hasta el final porque aquel “Día de la Lealtad”, desde Avellaneda, nació un nuevo país.

Barbarela Acuña

Fotos

(“Siete Bailes Siete)

(Cruce del Puente Pueyrredón bajo balas reaccionarias)

(Bombardeo a Plaza de Mayo: Guernica argentina)

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