Espero en la cola, pacientemente, hasta que toca mi turno. Una empanada de pisto y una botella de agua, pequeña. No, no quiero bolsa, pero gracias. Sonrío de forma fugaz, me siento torpe porque estoy cansado y demasiado nervioso.

Mañana será el examen. No, no quiero bolsa. Planeo dar cuenta de mi almuerzo de forma frugal y volver a la biblioteca cuanto antes. A pesar de eso, he esperado pacientemente a que me llegara mi vez en la cola de la caja. Me atiende una mujer afable de tirabuzones pálidos y breves, de nombre Amelia.

Sin bolsa: dos euros con quince. Rebusco en mi monedero, contrariado, con parte del pago en mi mano. Me había confundido con las cuentas, o tal vez no. Tal vez hay algún engaño. Tal vez soy la víctima de algún tipo de estafa; de poca monta, en cualquier caso. No merece la pena discutir. Trato de relajarme mientras mis dedos luchan con las monedas que ya había extraído, procurando que no caigan al suelo al tiempo que rebusco entre algunas que permanecen dentro del estuche. Calculo cuáles me pueden servir para completar el pago.

Dos euros con quince. La cola crece detrás de mí y la situación me exaspera, pero consigo desarrollar la maniobra con cierta soltura. Finalmente opto por volver a guardar una moneda cobriza de 5 céntimos y extraer otra dorada, de 20.

Voy a pagar pero, de repente, aparece algo que me lo impide. Alguien que retorna desde el mundo exterior para hacer una reclamación sobre su compra. Es un chico joven, de unos veinte o veinticinco años. Tiene la barba muy poblada y muy gruesa, y le dibuja una sombra espesa en la cara, a pesar de que se la afeita.

Ha perdido una bolsa, eso dice. También está nervioso y pasa la mano sobre la consola de la caja como si pretendiera corregir con el tacto un descuido de su vista, como si cupiera la posibilidad de que la bolsa estuviera ahí, pese a que no alcanza a verla.

Yo no tengo bolsa: 2 con 15. La cajera me pide un segundo y se lo doy. Sonrío torpemente. Aquí no hay nada… ¿Tú no tienes la bolsa, verdad?

Yo no tengo nada, pero eso no impide que me sonroje y apenas acierte a responder con un gesto vacilante. Tengo prisa, mañana es el examen y aún no he almorzado. El chico de la cara sombreada se frota la cabeza en señal de confusión. Dame, ¿está justo? Muy bien. Ya tengo libertad para seguir andando, con la empanadilla en una mano y la botellita de agua en uno de los bolsillos de mi chaqueta. Aquí no hay nada, aquí no te has dejado nada.

Es evidente que me lo he dejado aquí, porque al salir a la calle ya no lo tenía. Me alejo. La cajera es una mujer con carácter. Tal vez la hubiera olvidado sobre alguno de los armarios del pasillo exterior. Tal vez se le había caído al suelo.

Yo me alejo.

–Me ha robado en mis propias narices –Oigo a mis espaldas, justo cuando se cierra la puerta automática.

Parece que no le falta razón. Alguien le ha robado y pienso que yo estaba detrás de él y que ello me convierte en sospechoso. Seguramente, la persona que le precedía fue la que había tomado por error aquella bolsa, confundiéndola con una de las suyas. No habría culpa, entonces, solo descuido y precipitación. Habría falta, quizás, pero de naturaleza subsanable. Si hubiera sido descubierta, nada habría pasado. Si, en cambio, hubiera sido yo el descubierto, habría sido sentenciado. Pero no hay pruebas. Nada se me había podido atribuir. Nada me era, de hecho, atribuible. Y sin embargo, eso precisamente me convertía en acusado.

–Este me ha robado en mis propias narices…

Eso quiere decir que ese ladrón soy yo. Soy solo un falso culpable, una figura hipotética, sí, pero asimismo despreciable y, a sus ojos, cruel. Como los malos de las ficciones, pero con una diferencia: que yo soy real. Mi turbación, mi lamento, mi culpa, son sentimientos completamente reales.

He sido acusado, y eso me convierte en culpable. Había una culpa que repartir y ha caído toda ella sobre mí.

Como mi empanadilla a trompicones y vuelvo a mi rincón en la sala de estudio. Sin nada, salvo por la botellita de agua. Sin nada, salvo por ese sentimiento de culpa del que no soy responsable.

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