Estrella se llevó la mano al cuello de forma mecánica. Aunque estaba más que habituada a llevar una desazón sistemática colgada de la garganta, todavía le costaba hacerse a la idea. A veces, se sorprendía mirándose con gesto desenfadado en espejos ajenos, ensimismada en todas las vidas que podrían ser suyas con un mero ejercicio de voluntad propia. Y era, en esos momentos, cuando la certeza tenía la cortesía de hacerse recordar, clavando más profundo sus afilados dientes.
Le daba rabia no acordarse de cuándo ni cómo se había dejado morder de semejante manera. Al menos, si supiera algún detalle, podría compadecerse a través de la artimaña de la autojustificación. Pero, ¿cómo saber si podía haberlo evitado si se pensaba a sí misma siempre desde la herida? Bien podía haber ocurrido hacía algo más de seis meses, tras quedarse nuevamente sin trabajo. Desde entonces, la perspectiva de encerrarse en una nueva rutina hacía que trastornos de todo tipo comenzaran a corroer sus deseos de estabilidad. No es que no quisiera ganarse la vida de forma decente, es que, había tantas posibilidades, que el hecho de tener tan pocas al alcance de la mano la empujaba de bruces contra la tierra sobre la que se supone, debía poner los pies. Recordaba que en la última entrevista de trabajo había tratado de explicarle a una tal Sonia el por qué de su esquizofrénico currículo. Especialista en abandonar, en empezar la parte sin el todo, en picotear con ansiedad delirante bocaditos de grandeza, siempre sin ser suficientes para calmar el hambre . Corredora profesional hacia el fondo del estanque. Demasiadas vidas, al parecer, para una misma persona. – ¿Cómo explicarle que es la vida la que es la misma, y que cada vez son más las personas que me habitan? ¿cómo explicarle que soy todas y ninguna? – pensaba Estrella con los incisivos ya clavados en la yugular. Siempre se sucedían los mismos días, con sus mismas horas atándole los segundos por la espalda. Siempre los mismos rostros superponiéndose unos con otros. El cajero del supermercado tiene los mismos ojos que el dependiente de la frutería, y este, a su vez, la nariz de que alguien que alguna vez había conocido, alguien que por supuesto, olía exactamente igual que Roberto. Los mismos lugares pisados en plena estampida. Los balcones de Barcelona tienen ese aire a derrota, a batalla perdida de antemano, como todos los de Varsovia. A través de ellos se filtra una luz francesa que borra la frontera entre Madrid y la ficción, y a las cinco de la tarde, uno ya no sabe si sigue durmiendo en Nápoles, si ha dormido alguna vez en Berlín , o si todo forma parte de aquel sueño americano convenido para que todo esto funcione, a pesar de la imposibilidad de fundamentarlo.
De pronto se acordó del portazo de Roberto. Casi sentía de nuevo las dentelladas del silencio devorando su apartamento. Mordida por un descuido, por un haber bajado la guardia , en un día demasiado caluroso como para seguir pretendiendo que el encierro es buscado y querido. Como para continuar con el discursito de siempre de que el retiro es una elección. Tregua herida de muerte por el bullicio estival. Roberto era la confirmación de que buscaba la soledad, y el portazo la tragedia de encontrarla. Pero echarle la culpa a él no era más que otra de sus tretas. Sabía perfectamente que la mordida venía de antes. Quizás sea una cosa de nacimiento. Había quien nacía con seis dedos en los pies, y ella tenía la certidumbre aferrándose con los dientes a su cuello. No hay nada más conveniente que explicar todo a través de la genética. Ello aclararía el por qué de su incapacidad para recordar nada acontecido antes de los dieciséis. La memoria no era caprichosa, es que simplemente, no había nada que recordar. Siempre había sido así, y no le correspondía a ella llevarle la contraria a la ciencia. Pura fórmula matemática manando con pestilencia de un surco abierto a dentelladas. Estrella trataba inútilmente de frenar el goteo de restas y divisiones, llevándose las manos de forma mecánica alrededor del cuello. Y, aunque estaba más que habituada a llevar esa desazón sistemática colgada de la garganta, todavía se sorprendía a sí misma proyectando luz muerta desde su encierro voluntario, mientras tarareaba de forma desenfadada aquella canción de Nina Simone que escuchaba desde el principio de los tiempos: And I’m feeling good.
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