Mientras sus dos sobrinos jugaban en los columpios, la joven se sentó en una banca del parque. Después de pocos minutos, su vista reparó en un pedazo de tierra que parecía recién sacudida por las patas de un perro. Ladeó un poco la cabeza y siguió el contorno de un pequeño agujero por el cual entraba y salía un ejército de hormigas, una detrás de otra, sin compases de espera. Entornó los ojos y descubrió que, al cruzarse, chocaban sus antenas entre sí y seguían su camino.

Las hormigas tan pequeñas, tan ordenadas, tan dedicadas.

La mujer subió la vista y observó a sus dos sobrinos traviesos, ahora extendían sus brazos simulando ser aviones. Fijó su atención una vez más en la tarea disciplinada de las hormigas y pensó en la incapacidad de una hormiga para ver un avión. Supuso que, si ellas tuvieran la inteligencia de los humanos, al ser diminutas, no alcanzarían a ver a los aviones; es más, los negarían categóricamente, lo cual no significaría que no existiesen. Se imaginó a las hormigas haciendo exploraciones, inventando aparatos y máquinas sofisticadas para viajar o ver el exterior, así como los humanos han hecho para investigar qué hay más allá de la Tierra. Y de pronto una pregunta emergió con gran inquietud: “¿las hormigas nos verán como extraterrestres?”.

La joven se levantó de la banca y se acercó al hormiguero. Quería ver desde más cerca. Colocó un dedo sobre la tierra y una de las hormigas cayó en la trampa. La pequeña siguió su camino virando de un lado a otro, buscando las antenas de alguna de sus compañeras. La mujer llevó el dedo a la altura de su rostro y preguntó:

-¿Qué ves, pequeña hormiga?

De pronto, la joven sintió que alguien tiraba de su suéter hacia arriba con suma rapidez. Sus piernas quedaron suspendidas y comenzó a moverlas en un intento desesperado por regresar al jardín. Una presión en el cuerpo, como si le faltara oxígeno, le impidió gritar. El aire le quemaba las mejillas y cuando por fin aquel movimiento se detuvo, la mujer echó un vistazo hacia abajo: nada se distinguía, parecía haber entrado a una zona algodonosa, como si estuviera entre las nubes. Apretó los párpados, los puños y el cuerpo entero; su corazón corrió deprisa; con todo el valor que encontró, alzó la mirada y lo que vio la dejó sin aliento: ¡era la hormiga de alguien más!

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