Me ofreces la manzana sabor amargo.

Arquero oficinista, juega con dardos.

Sebosas alas, ardor incompetente,

negra diana.

Guillermo te odiaría, malditas flechas.

Contaminas mi frente, fiel a tu venda.

Basta de errores, aborta este comercio:

pasión miope.

A vírgenes hechizas, blanco está el luto.

Rechazo tu delirio bajo mi escudo.

Piel de cordero y lobo jubilado,

ya no te creo.

Me hieres y me eclipsas sin puntería.

Es mi sofá de ruedas tu medicina.

¡Dame ventura! Espero un nuevo Año,

soy dama viuda.

Cada final te devuelve un nuevo inicio y todo ciclo se cumple cuando descubres el otro lado de la moneda: esa que guardaste en el fondo del bolsillo y que un día decidiste echar al pozo de los deseos.


I. Primavera

Un petirrojo cantaba sobre la rama de un árbol cercano a su casa:

“Anheláis el premio al dolor por vuestras desdichas ansiando el instante en que vuelque un merecido destino; sin comprender que sois vosotros quienes echáis la miel o la sal a vuestras historias y que sois los maestros del Tiempo que actúan desde el Infinito.”

Pero ella sólo gozaba de melodías, no prestaba atención a los pájaros.

Una pluma irrumpió por la ventana, no distinguía si era azul o gris, pero prefirió que fuera blanca, y entonces, alguien llamó a su puerta. Era mediodía, aunque aun no se había quitado el pijama; no esperaba a nadie, no solía recibir visitas. Llamaron con fuerza y no tuvo más remedio que abrir.

Él no tenía pinta de Amor con mayúsculas, no deslumbraba como tal. Parecía entumecido y sin ganas de cortejar; aun así, le invitó a tomar chocolate. Su esencia era atractiva y quiso conducirle hasta el mar para poder sumergirse en él; y entre tanta agua se confundieron para estar juntos, sabiendo que los cangrejos, guardianes del pasado, se alegrarían.


II. Verano

Fueron tiempos fáciles, la rutina estival es mágica. Supo que jamás podría perderse en la resignación o el conformismo, ni abandonar la certeza del Corazón. Se sintió afortunada por descubrir esa espiral del ADN únicamente legítima para aquellos que se atreven a entregar una parte de sí mismos: el privilegio de experimentar una conexión que no te pertenece.

Un año más tarde, desnuda en una isla tupida por los quehaceres de su existencia y con la tripa redonda creciente, distinguió que hay madres aplicadas que saben hacer galletas; y otras, salvajes como ella, que debían aprender a hacerlas, aunque estaba segura de que sus galletas serían de fresa y tendrían forma de corazón.


III. Otoño

La Pasión se quitó las perlas y se acomodó en su chándal de algodón, aunque no abandonó la fiesta como buena anfitriona. Él ya se había marchado, poco antes de las doce, para no tener que afrontar su media noche. Ella, sin embargo, se quedó bailando sola varios meses más, con los brazos abiertos por si a caso, intentando no pisar las baldosas negras y esquivando pisotones con el moño descompuesto por tanto giro. Pero un día se detuvo el vals y advirtió el reloj de la sala en un espejo. Arrimó la mirada a través de su embudo y éste le escupió en los ojos con arena mojada, porque el tiempo tenía hambre de Verdad; ya no quería dulces, sólo huesos.

“Intento sacudir ese polvo que fragua por dentro; corro hacia atrás buscando el origen ignorando los atajos que tientan con sus promesas. Ya no persigo espejismos en el desierto. Mi voz escomo el eco de un silbido, como la sombra que anhela cerrar la ventana, como la huella que dejan los dedos sobre un cristal.¡Párate ya, déspota, no me obligues a escuchar tus campanadas, sálvame de tu despiadada lengua por favor te lo pido! O al menos, dame ventaja, aún es temprano. Considérame digna de ser tu rival. Entiende que he descubierto que no eres más fuerte que yo, sólo un poco más viejo.”

Siguió desafiando las horas esperando una medalla al valor sin mérito y una confianza que se hacía de rogar. Pero el Infinito estaba incómodo en su postura ya que llevaba demasiado tiempo dormido, y al ponerse de pie, volvió a convertirse en un número normal.Se acabóla música y el tiempo enmudeció; ya sólo se podía escuchar el hueco donde quiebran las hojas caídas. Desde entonces, ella dejó de reír y comenzó a amar con minúsculas.


IV. Invierno

Yace un pájaro muerto, o eso parece desde arriba. Tiene el cuerpo lleno de brechas superficiales, aunque se adivinan vacíos insalvables entre cuerpo y plumaje. Si te acercas puedes ver un trozo de carne gris, la única capa que protege su corazón, fina y frágil; ya no puede defenderse. La nieve lo cubre parcialmente, apenas pudo quitársela de encima cuando aún tenía fuerzas para moverse, y el viento aprovechó la oportunidad para enfriar aun más su terquedad. Sus patas yertas apuntan hacia arriba, como queriendo agarrase a algo que le procure seguridad y equilibrio; y sus alas desdeñadas ya no transparentan ese orden innato de los petirrojos.

Su pico estático, entreabierto y afónico no puede expresar más sollozos, el silencio le penetrócasi sin darse cuenta. Pero abriéndose paso entre los copos, un pecho anaranjado sobresale entre el blanco ceniza, esperando el deshielo, supurando su naturaleza extraviada: el cambio de estación y transmutación, la felicidad en conexión con la Tierra y con el Ser.

Pobre pájaro distraído, puso el norte en las estrellas y se estrelló.


V.

Y el Tiempo, disfrazado de Caronte, bajó a buscarla ya que no soportaba el llanto de las niñas perdidas: “Demasiada infancia y demasiadas quimeras, ya no persigas más pompas de jabón”– le dijo. La cobijó bajo el péndulo, extendió la saeta y le devolvió su moneda.

Pero ella la contempló, le dio la vuelta con los dedos y se la retornó; porque quería aprender a Amar también desde Aquí, hasta el Infinito.

A lo lejos, un petirrojo anunciaba el regreso del Sol, canturreando sobre su rama como siempre por estas fechas.

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