Cuando el policía recordó que tres días antes había metido a un chavalo en la celda se presentó a los primeros rayos de sol y se asomó por la ventanilla de la puerta. Lo vio enroscado como una serpiente. Abrió la puerta y lo llamó con un silbido. El muchacho apartó las melenas que le tapaban los ojos y avanzó casi a rastras porque no tenía fuerzas para levantarse. Nadie le había llevado algo de comer y su debilidad era extrema. Pero no se quejó, no tenía a quién culpar por su vida. Se restregó los ojos y dejó escapar en un suspiro toda su emoción retenida a causa de tantas horas de inercia. Fue liberado porque era menor de edad y no se le pudo levantar una ficha. El muchacho no tenía nombre ni fecha de nacimiento.

Horas después bebía un café amargo como su vida. Desde niño peregrinaba en la calle, harapiento, pidiendo todo el día para llevar algo al estómago. Contempló a quien creía su padre y que sobrevivía recogiendo deshechos en las calles; perdido en el sopor de la borrachera en una esquina de la casucha. Lo vio retorcerse sobre unos trapos sucios alargando sus manos temblorosas, buscando una cobija inexistente y prácticamente imposible; en aquel mundo, también invisible y miserable.

Cuando era niño había querido ir a la escuela. “No tenemos para esos lujos” le dijo la abuela, cuando el muchacho se atrevió a preguntar. “yo nunca fui y aquí estoy” le aseguraba con cierto orgullo demostrándole qué tan fuerte era, al haber sobrevivido a este mundo, sin escuela. No recordaba haber tenido alguna vez una conversación con nadie de la casa. Nadie hablaba del futuro. Cada uno vivía su presente. Para ellos solo contaba el día. El mañana era incierto.

¿Sabes qué?, es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, antes que te den un trabajo. Le dijeron.

Aún así decidió sacar su documento de identidad, pero no aparecía en los registros de nacimiento. Descubrió que, nadie se molestó en inscribirlo y la anciana no pudo recordar su nombre, porque desde siempre le decían muchacho.

“Ni siquiera existo” pensó con resentimiento hacia su destino y empezó a filosofar con una amargura ancestral:

“Soy ¿y no existo? O existo ¿y no soy?”

Y mientras caminaba con estos extraños pensamientos su cuerpo rebotaba entre cientos de seres que en la calle iban y venían, escurriéndose sobre las aceras con una indiferencia cadavérica; empujándolo, apartándolo, esquivándolo como si fuera solo una sombra. Al muchacho le parecieron siluetas sin ojos, porque entre sus apresuramientos nunca se detuvieron a mirarlo.

“En verdad no existo» fue el último pensamiento con que cerró el primer capítulo de su insegura existencia. Y volvió a la calle.

Cambió el timbre de su voz y su caja de lustrar por un juego de cuchillos y una pistola artesanal. Empezó a ocultarse entre las sombras, para sorprender a esas personas que lo atropellaban en la calle. Su filoso cuchillo presionado en el cuello de la gente; no pocas veces arrancó gritos aterradores que rompían el silencio nocturno.

Una extraña sensación de resentimiento le recorría los intrincados caminos de su corazón. Tenía mucha dificultad para discernir si aquel mundo que se le presentaba ante sus ojos no era más que los deshechos de un súper mundo donde antes había intentado encontrar un sitio para él, o era una extensión de su propia realidad personal. Pero no. Era una nueva realidad. Era la cara oculta de la tierra. Dos universos paralelos, cada uno con sus propias normas y leyes, uno coexistiendo recíprocamente dentro del otro y a expensas del otro. Y entrando en ellos estaba ahora él, aprendiendo a sobrevivir de ambos y en ambos, donde todos los valores se le alejaban a una velocidad vertiginosa.

A medida que el muchacho se descarrilaba entre los rieles del submundo, se iba acentuando más la distancia entre su razón y la cordura. No solamente se perdía más y más sino que también reducía su capacidad de amar, y de sentirse amado. Todas las ligaduras que lo mantenían sujeto a algún principio moral se aflojaban hasta el desprendimiento total y absoluto de todo lo que podía alimentar su espíritu. El mundo le tuvo miedo.

Todos los abandonaron menos aquel sueño extraño que se apoderaba de él. Era el mismo sueño recurrente. Era aquella loca carrera hacia el precipicio y el dolor de sus huesos antes de estrellarse contra el espejo de agua bajo los rayos de la luna.

La calle lo sorprendió por última vez, perdido en el sopor de una depresión letal. Centenares de siluetas con aspectos de fantasmas se asomaban a sus ojos adormecidos. Era como si un ejército de escarabajos le asestara sus zarpazos en las sienes doloridas. Sus risas estridentes y sus voces distorsionadas entraban como horrendos taladros cercenado sus tímpanos hasta explotar en su cerebro

Entonces emprendió veloz carrera.

Pasó como un rayo entre el gentío, que por supuesto, no lo vio, y se alejó flotando entre brumas de recuerdos miserables y sueños imposibles.

Confundido entre la consciencia y la inconsciencia se detuvo a la orilla del puente. Vio en el fondo la cama brillante que siempre había querido tener. Las voces y las risas se apagaron cuando él, desplegando sus brazos al viento, se lanzó hacia el espejismo de acero bajo la noche oscura.

Entonces otra vez, creyó que soñaba, cuando sus huesos le dolieron aún antes de estrellarse contra todas las limitaciones de su destino y los convencionalismos sociales que se revolcaban en aquel pequeño charco de lodo.

Así lo encontraron los primeros rayos de sol, que descubrieron su cuerpo inerte, con su mirada de cristal clavada en el cielo y los brazos extendidos en un infinito vuelo sin regreso como tratando de alcanzar un mundo nuevo.

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