El encuentro fue en la plaza del mercado, a la tarde, cuando ésta más repleta de gente se hallaba.
La gente del pueblo detuvo por unos momentos sus tareas, conscientes de aquel enfrentamiento previsto e indeseable.
Después de todo, lo que para la corte era un signo de locura al rechazar la princesa los atributos que le correspondían a su status; al pueblo aquello le sentaba como el anuncio de tiempos mejores, pues veían aquel rechazo a los pesados oropeles, que la corte había obtenido por medio de pesados impuestos, como un augurio para cuando la princesa se transformase en reina. Ella, se decían, les daría un trato más generoso a ellos, a sus cosechas y a sus hijos, como por siglos lo habían prometido en vano las autoridades.
A tal esperanza la amenazaba, sin embargo, la posibilidad que un día la princesa, contra su voluntad, fuese desposada con algún príncipe extranjero, tan deseoso como el rey, o más, de recoger hasta el último gramo de sus cosechas sin importarle el destino de sus súbditos.
Esa bien podría ser la única inquietud que atormentada sus vidas si no fuera por la presencia de un hombre.
Un desconocido alto y flaco, venido de afuera del pueblo a quienes todos le llamaban, por lo bajo, pues tales cosas no deben ser escuchadas por oídos no preparados, como el… forastero.
(eh, la historia anota acá que la gente de ese poblado era tan ignorante que creían que la palabra forastero era un insulto)
Nadie sabía cómo se mantenía pues jamás le habían visto trabajar y ya que ninguno de ellos se acercaba a hablarle ni mucho menos admitían la curiosidad que por su figura sentían, el enigma de su presencia continuó sin resolverse, mientras la rutina diaria tejía su trama.
Allá él, decían, con tal de que no pida ni robe que se las arregle como pueda.
Al forastero (con perdón de la palabra) tampoco le interesaba mucho lo que pensaba la gente del pueblo.
Ambos mundos se encontraban cuando en la villa aparecía un figurón cubierto de medallones de oro intentando obtener la mano de la princesa.
El forastero entonces le seguía, imitando cada uno de sus gestos de tal guisa que mutaba la repelente solemnidad del imitado en algo tan jocoso que el pueblo entero estallaba en descorteses carcajadas, que ninguno podía contener ni explicar.
No demoraba mucho entonces el personaje, que había osado impresionar a los villanos con sus pesados ropajes y sus cadenas de oro, en huir enfurecido y avergonzado, ensordecido por la alegre cacofonía.
Ni siquiera intentaba culminar el cruce del mercado y llegar al palacio.
Los toscos reidores, por su parte, pronto le olvidaban pues el tiempo corría y debían volver a las pesadas tareas de cada jornada.
Uno de esos días, quiso la casualidad o el destino que se cruzasen el forastero y la princesa.
Cubierta ella a su pesar de joyas y pesados vestidos, vestido él con unos viejos trapos, obsequiados por algún compasivo labriego para que no anduviera descubierto.
De toda la gente del castillo, era la princesa la única a quien los pobladores amaban sinceramente.
Ese amor hizo crecer en ellos el temor al verla expuesta, por su lujoso atavío, a las burlas del forastero.
Así es que el herrero dejó de golpear el hierro sobre el yunque, los comerciantes dejaron de vocear su mercadería y las comadronas dejaron de chismear. Todos se prepararon para defender a su princesa apenas la extraña figura la ofendiese con alguna imitación que la mayoría ya intuía obscena y, tristemente, irresistible.
Mientras veían acercarse uno a la otra, en su interior se preparaban a reprimir la burla, con una mezcla de reserva y desagrado muy lejana de la socarronería habitual.
Los dos detuvieron la marcha cuando se encontraron sus pasos, bajo el viejo roble en el centro de la plaza.
Él flaco, alto y oscuro. Ella iluminada, los reflejos de luz en los hilos de oro de su vestido hacían que pareciera flotar.
Miró los hondos ojos de la princesa y le parecieron más desconcertantes que la caída desde la montaña más alta del mundo. Que aquel brillo en el fondo de su mirada podía perder a un ejército como no lo haría el bosque más intrincado. Que la sonrisa de sus pestañas dejaría mudo al mejor trovador.
Así que comenzó a hablar con un dejo de ternura resignada, de búsqueda por fin acabada:
Escucha lo que tengo que decir acerca de todo lo que vivido.
He cruzado los polos donde se hiela el aliento, y caen las palabras abriendo huecos en el hielo.
He visto ciudades, abandonadas siglos atrás, ser invadidas en una noche por una extraña vegetación.
He visto esporas explotando ante el roce del deseo, esparciendo semillas multicolores en el viento, cubriendo de tiempo las historias pacientemente acumuladas, hundiéndolas en el olvido.
Para mí no hay misterios.
El forastero continuó hablando durante un rato más, tan cerca de la princesa que hubiera podido besarla si quisiera. Ella le escuchaba en silencio al igual que los pueblerinos, que ni aún así pudieron captar una sola palabra.
Cuando el forastero por fin enmudeció, reparó la princesa en que había perdido todo lo que hasta entonces había sido su vida.
Habían desaparecido el pueblo junto a sus habitantes; el castillo y sus padres, repletos de riquezas; los campos verdeados por las siembras sin cosechar; los blancos unicornios en el oscuro bosque.
En su lugar, una calma clara como el vidrio, cuyo centro estaba dentro de sí misma, la tornaba más ligera que la imaginación de un fantasma.
El extranjero había desaparecido también, o casi.
En la memoria de la princesa vibraba aún las últimas palabras del forastero:
Imagina cien mil millones de soles.
Imagina un planeta girando alrededor de uno de esos soles.
Sobre ese trozo de roca flotando en las oscuras nubes del espacio, imagina una casa pequeña y acogedora, y en esa casa querible imagina una mujer meciendo una cuna.
Imagínate.
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