Sarah discurría por una luenga calle de regreso a casa. Su andar era lento, flemático, diríase incluso que no avanzaba; el camino estaba desierto y que más daba si se recostaba en medio de la acera, no sería molestada, pero esto último ni pasó por su mente. Las últimas brisas vespertinas acariciaban su rostro y le aireaban indulgentemente en oposición al sol poniente, cuyos rastreros destellos tintaban su mirar de un bermellón inquietante.
«Cuando me fui estaba tan cansada, apenas podía estar en pie… Me frotaba las piernas para convencerme a mí misma de que no estaban hechas de trapo… Así y todo, fui, y caminé; caminé a paso firme engañando a mi cuerpo… Ahora que estoy de regreso y derrengada, podría estar caminando por siempre, para siempre… Entonces, ¿por qué me detengo?».
El cielo estaba límpido y lustroso en aquella tarde estival. La calle clarearía largo rato en estas horas robadas a la noche, en las que, condoliendo su abatimiento, el jazmín soltaba su dulce aroma impregnando la larga derrota con su dulce fragancia.
«Debe ser porque no quiero regresar… Pero tampoco es eso, es decir, estoy avanzando… Pero despacio. Quiero hacerlo despacio… Por qué apurarme ahora que todo está perdido. Precisamente ahora que todo está perdido siento que se me ha liberado de una pesada carga, y ese peso falto me envuelve en una quietud que adormece mis sentidos y mi cuerpo… Nunca antes me he detenido aquí… Vivo al final de la calle y nunca lo he hecho… ¡Ah, qué bien huele! Como es que ahora me doy cuenta».
La brisa había cesado para cuando Sarah avanzaba entre casas hasta dar con el arbusto desde donde provenía el perfume. Las flores amarillas del jazmín matizaban bien con el atardecer rubescente que las tornaba naranjas y hasta rojas según el ángulo en que se vieran, y este fulgor empezaba a hacer amagues de irse y desaparecer dejando las flores horrendamente negras en cuanto los incipientes jirones de nubes que ofuscaban el resplandor fuesen traidos por el viento en las alturas. Aquí, sin embargo, el aire estaba estancando, en ese sopor que precede la noche.
«Nunca antes había visto este rojo, es tan hermoso… Hasta me da un poco de miedo… Quizás sea tan bello justamente por eso. Una sensación de zozobra me invade cuando lo veo y aun así no quiero quitarle los ojos de encima… Mi cuerpo está rígido, como si estuviera esperando algo sin saber qué… Es desesperante, pero a la vez es tan calmado… No sé qué sentimiento es este, es desconcertante».
Las flores emergían del jardín de una casa ladrillada, invadían la vereda como cabezas salientes y mironas entre los huecos del emparrado y parecían querer contemplarlo todo floreciendo en todas direcciones. Al estar junto a ellas, Sarah, perdida en contemplación, hasta hace poco deleitada por el aroma del jazmín, empezó a estornudar y toser en respuesta a su intensidad, y lo que otrora fue dulce ahora se fundía en lo acre.
«Supongo que es hora de irse. ¿Qué respuesta tendré para ellos al llegar a casa? Ni siquiera sé cómo mirarles, o qué decirles… Tampoco es que deba preocuparme mucho por ello, sé que no me recriminarán nada, pero el decírselo a ellos es decirme a mí misma lo que pasó, y eso me duele mucho: el aceptar que fracasé».
A medida que ella adelantaba los demás jardines el ocaso moría en gradaciones de colores mortecinos, el bermellón que tanto encandiló la pasión de Sarah ahora se atenuaba lenta y progresivamente alargando las sombras del ornato público en inextricables negruras tal tracerías barrocas; en un último suspiro de regocijo, Sarah, insuflándose valor, aprehendió toda la fascinación y el desmayo que sobrellevó en el hasta ahora momento más crítico de su vida.
―Ya llegué ―dijo Sarah, entrando a casa y viendo a los lados con una mirada calmosa buscando a quién hablarle, pero no encontró a nadie. Dejó su bolso en el perchero y alargando una silla, se sentó en frente del comedor donde su padre acostumbraba descansar, como si lo tuviera en frente. Recostó los brazos sobre la mesa, ocultó su rostro en ellos y continuó con una voz tranquila, suave, acaso indolente―: Fracasé papá… Fracasé miserablemente.
Sarah descansó su cuerpo acurrucada durante un tiempo y luego, al alzar la vista, sobre el lado opuesto de la mesa, encontró una carta rotulada con un “para Sarah”, que parsimoniosamente leyó ladeada sobre un brazo.
―¿Qué tal estás llevando el sentimiento de desesperanza Sarah? ―dijo para sí, en voz alta.
«Todo se ha ido al traste y no estoy triste… Debería estar triste… Es decir, estaba triste, o sigo triste, pero ya no me doy cuenta… No me entiendo… Es como si una vez habiendo fracasado lo hubiera perdido todo, incluso la tristeza y la rabia. No tiene sentido ¿verdad? Es tan frustrante».
Por su ventana Sarah veía caer los últimos resquicios de luz tenue que perecían ante la noche, lentamente se achicaban dejando la mesa oscura y por fin iban desapareciendo del todo.
«Es como si de repente notara el color del atardecer por primera vez… Es el mismo sentimiento de antes, como si al mirar el cielo enviara mis pensamientos volando hacia las nubes… Hacia arriba, junto a ese rojo intenso tan arrebatador… Y el sol me devolviera su calor agonizante, me acariciara suavemente y me confortara en este momento de dolor antes de partir… Tan plácido… Tan refrescante… Pero también, tan pesaroso… Tan desconsolado… Se ha ido por fin… Pero aún siento su calor envolviéndome desde fuera, yendo de mis manos a mis pies, rozando mis pálidas mejillas y fundiéndose conmigo en su melancolía para despertar el día de mañana nuevamente con su luz abrazando mi desesperanza».
Anocheció.
―Creo que de alguna forma podré acostumbrarme a este sentimiento ―dijo Sarah, como susurrando en entresueños, recostada sobre un brazo con la cara mirando a la ventada y dejando caer por su mejilla lentas y pesadas lágrimas antes de dormirse por completo.
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