Miro a mi alrededor y no veo a nadie. Salgo a la calle y camino a tientas en la oscuridad de una noche vacía. Respiro silencio y contengo el aire antes de soltarlo. Hay algo en él que es demasiado frío, y tirito.
Una mano me roza y no la siento. Ni siquiera agacho la cabeza ante una ráfaga de hielo rojo que me golpea con fuerza en la cara. «La vida», pienso, y no detengo mis pasos, pues, de hacerlo, quién sabe si podría continuar.
Vuelvo a centrarme en lo que me rodea y sigo sin distinguir un alma. Lo que dibujo son muchos cuerpos sin vida que no me dicen nada. Grises, apagados, se hacen a un lado con sus ojos huecos posados sobre mí. Sin embargo, ninguno de ellos me presta atención.
Yo les observo y decido no sonreír; no podría aunque quisiera, porque he bajado a la calle, he visto y nadie me ha mirado.
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