Entonces así estaba Zite aquel día, preocupado y sumergido en la crisis existencial, pues en teoría debería servir como aquel conejillo de indias que debería llevar a demostrar físicamente, que detrás de todo lo que la ciencia daba por sentado, había más, algo parecido a una nueva y extraña fuerza de la naturaleza que en realidad tendría la capacidad, no solo de sentir, sino de pensar a su modo, pero también hasta de poder modificar ciertos bloques del destino de los hombres, nada menos que eso.
Por otro lado, al terminar aquello, lo suyo no podría quedar para ser sometido a una tertulia filosófica cualquiera, y porque presuntamente había sido elegido como aquel que también por primera vez debía quedar enfrentado a dicha fuerza como mero observador, en una especie de rito que semejaba a una bárbara ofrenda a los dioses antiguos, aunque lo peor, lo verdaderamente grave (para él claro) es que de hecho no había sido elegido por los suyos, sino también por aquella fuerza que a últimas fechas estaba dando tanto de que hablar, y en el decir, ya lo sabía, no existía presunción.
Al “libre albedrio” le habían instado los dirigentes como para justificar que tenían algo que opinar, aunque él asumía, él ya sabía (siendo como si era, un letrado doctor en filosofía medieval) que más que invitarle “inocentemente” a ejercer su capacidad de elección, aquello tenía una connotación más subjetiva, como tendiente a hacerle sentir que debía parecer (mostrándose sumiso) un ciervo dispuesto a ser vapuleado, como una oveja lista para ser trasquilada para que su lana pudiera servir de cobijo para abrigar a los suyos. ¿Pero es que en realidad tenia de otra? Porque siendo honesto, los suyos no podrían protegerle de distinta forma a como lo estaban haciendo por la sencilla razón de que aquella fuerza era más que real, totalmente autónoma, pero además, siendo que sería dueña de su propia cosmovisión y de que, como ya había impuesto sus propias reglas, a él solo le restaría cumplir con la encomienda, sujeto a ser cuestionado con algún propósito oculto, aunque dudaba que de lo obtenido, aquella fuerza pudiera estar considerando cambiar o por lo menos moldear un poco la draconiana manera en cómo les había estado tratando casi desde el momento en que había aparecido.
Así que ahí estaba ahora Zite, parado frente a aquella extraña deidad que, al parecer, por fin había escapado de lo mitológico para apersonarse ante los suyos como la viva representación del Anima Mundi, para entronizarse sin más suntuosidad que la del soberano que simplemente cruza el gran salón, donde a doble fila le ceden el paso los ínfimos mortales para que llegue a ocupar un trono que le pertenece solo a ella.
Y entonces sucedió lo que no quería (porque se asumía que no debía), la llegada de la maldita tendencia al aquilatamiento y porque detrás se encuentra cínico, el sojuzgamiento, aunque solo un segundo después, aquella cerrera intención se quedó solo en eso, en un mera inspiración de la naturaleza mortal por poner en entredicho todo acontecimiento, sin importar que la regla ciñera a demarcar la proclividad a la inconformidad desde el momento mismo de nacer cuando llega anunciándose con su característico grito y así a lo largo de la vida, hasta rematar con el grotesco estertor que parece también cumplir con la última función de demostrar que “inconforme hasta la muerte” es el cariz más adecuado para definir el espíritu humano.
Así que ahí estaba ahora Zite, dispuesto sin querer, a ser envidiado por un Platón, porque en su lugar se habría puesto feliz, “solo” por tener la oportunidad de ver como se podría explayar a sus anchas “El mundo de las ideas”, o que “solo por la promesa de poder estar” volvería a hacer contemporáneo a un Sartre, porque de hecho barrería con la eterna lucha por la necesidad de la ontologización, siendo que el Ser, de alguna manera se abría apartado abruptamente de lo metafísico, aunque nuestro Zite en realidad, como congelado y viendo sin ver, y porque a la nada no se le puede percibir, porque no se puede, siendo que no existe, que sin embargo al parecer si estaba, demostrando con ello que el Ser tenía su propia valía, aunque dicho valor pareciera estar hiper alejado de aquel que los hombres primitivos tendieron a adjudicarle de manera natural, puesto que su cuantía no cuadraba con una personalidad geográfica o un distintivo panteísta, ni menos con un sello dogmático que insinuara, aunque fuera una leve aquiescencia, ya no digamos con lo cósmico, sino hasta con lo puramente conceptual, así que ya podríamos imaginar el vértigo de aquel ciudadano, por estar ante un vacío que no cabría dentro de lo abisal y porque no tendría principio ni final, como hipnotizado y sin importarle ya su seguridad, puesto que también sabía que intentar huir sería algo de lo más jocosamente ilógico, por la sencilla razón, de que no podía existir un lugar dentro del universo en donde pudiera ocultarse pues estaría ante lo que lo comprendía todo, lo que lo sabía todo, lo que conocía todo lo que estuviera dentro de los límites de lo tangible y real y por ahora (tentativamente) solo dispuesta a valorar a toda su especie solo a través de él y sin al parecer importarle que por hacerlo, pareciera de lo más injusto.
Y solo unos momentos después, que serían efímeros, pero sin poder negar que también podrían haber sido eternos, aquella singular evaluación, así como empezó, igual de simple, así terminó, aunque para aquel joven aquello le hubiera marcado de por vida, por el también simple hecho de que, por solo querer verle, la nada, o el Ser dentro de la nada, le hubiera vuelto especial, pero de un modo tan inquietante como que ciertamente nadie más, dentro de los millones de seres que existían en su civilización, hubiera querido ocupar su lugar
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