La distancia entre los dos se medía en deseos, en frustración, en desamor. En el número de hombres elegantes que la visitaban y cerraban las puerta contigua a mi habitación. En el desprecio que ella sentía hacía mi humanidad delgada, desaliñada, silenciosa, ajena a sus prototipos carnales, a su imagen exquísita y perturbadora. Tras la madera, desde ella, los ruidos que su sexo prolongaba hasta su gargánta, instaban a mi escaso juicio a perderse irremediablemente junto con mi voluntad de retiro filosófico, único objeto de mi presencia en aquél hotel de segunda.
Sentía que ese era el sitio mas solitario e impersonal del universo, el corazón de la gran ciudad, ruidosa y temeraria. Allí emprendí el recorrido a los recuerdos buscando el punto de inflexión que me llevó a permanecer en una vida aburrida y frívola que me había socavado la esperanza y creaban someras dudas existenciales. Tenía el deber de buscar la razón de esa condición tan vana y deplorable. El objetivo era rehacerme, ni siquiera volver a los valerosos y estimulantes veinte años. Tenía que despertar en otra vida, un sueño mas digerible que pudiera reventar mi espiritu y hacerme fluir libre de escremento sobre la superficie de necios, charlatanes y sabios que revoloteaban como moscas en la pudredumbre del presente. Confieso que me sentía muerto, escribir sin espectador, ni ancla nos aleja de la vida.
Pero la vi a ella. Por enesíma vez me la crucé en el pasillo, acompañada. Obsequió su desden a mi mirada ansiosa, antes de un comentario cruel que hizo reir a su compañero. Un furor criminal me sorprendió en las entrañas hasta la lágrima, el desámparo. Bajé en el ascensor, perdiéndome en las calles de Caracas, intentando deshacerme del mal presagio que me impedia respirar. La papelera de la habitación había quedado repleta de folios rallados, en bolas arrugadas. Así los encontré al anochecer, cuando regresé cansado, hambriento y ataviado de la mugre social con que la atmósfera citadina recubre la piel y contamina el espiritu. Me tumbé al lado del cubo y comencé a desdoblar los papéles en busca del primer poema que escribi para ella.
Me levanté victorioso cuando lo hallé. Miré al espejo con desparpajo, la sonrisa me lucía. Peiné el mechón de cabello entre los dedos. Fui al baño y lavé mi rostro. Rocié perfume sobre mi ropa sudada. Abri la puerta y golpetee la de ella. Esperé. Salió portando una camisa de hombre con el inconfundible aroma de la pasión. Su semblante era sopresa y molestia. No dejé que hablara, le entregué la hoja de papel. Di media vuelta. Me asomé por la mirilla de mi puerta. Ella estaba allí, aturdida. El hombre la haló de un brazo.
Me dejé caer en la puerta. Los sentí marcharse. Detras salí yo. Bajé al restaurante. Comí por obligación, mientras ella en una esquina daba de comer en la boca al compañero. Me miraba ansiosa por encima del hombro de este. Aceleré mi cena. Bebi de un sorvo la última cerveza con la esperanza de su sonmifero efecto. Llegué a la habitación. La soledad abrubamaba. Me llenaba de desaliento. No soportaba estar boca arriba mirándo el techo, mientras las cervezas hacían su trabajo, tampoco repasar sin ver, las imágenes de los canales de la televisión.
Salí de nuevo. Abrí la puerta de seguridad de la escalera de emergencias. Me senté, observando ingrávido los escalones. El ascensor se abrió media hora después. Era ella, Sola. La vi de reojo. Senti su mirada. Su perfume. Su mano en mi cuello. Su calor a mi lado. Sentada recostó su cabeza sobre mi hombro. Acaricié su mejilla. Arrastré su lágrima hasta mi boca. No queria mirarla. Sentía que si lo hacía se acabaría la magia de aquellos sentidos a los cuales podía mentirle.
– Vine a este hotel a suicidarme – me dijo triste – antes debía acostarme con todos los hombres que evité en estos años de fidelidad absoluta a un solo beneficiario.
-Lo siento, yo vine a encontrarme.
– Coincidencias. Suicidarse y encontrarse ¿no es lo mismo?.
– Supongo ¿Entonces, no eres prostituta?
– ¿Eso tiene importancia?
– Lástima, pensé que lo eras. Mirabas con desdén,
– Solo era tristeza. Me defendía. ¿Por eso te enamoraste?
– Si.
– Mal hecho.
– Cierto, viniste a suicidarte.
– Pero, leí tu poema.
Hurgó en mi boca con su lengua. Después todo derivó a la desnudéz, arrastrándome a mi habitación. Me entregué como un adolescente, descubriéndo. Aceptando el sentimiento íntimo que me producía. Se lo dije. Pensé que espasmos y gemidos eran una respuesta. Tampoco fueron sus caricias posesivas. Instante en el que supe lo que tenía que hacer. Una piel de mujer es capáz de corromper toda concepción filosofíca, ideologia, forma de vida. Una mujer es un principio, una desición. Todo un espectro de duda. Pero era lo único capáz de aniquilar mi aburrimiento. Velé su desnudez y su sueño. Aprecié el amor que me nacía, el sexo en su energía determinante. A la mañana se depidió sin un beso. La dejé marchar. No podíamos darnos el lujo de quedarnos el uno en el otro. Salió de mi habitación. Media hora después, percibí los ruidos de sus pasos y el zumbido leve de las ruedas de una maleta.
Sin urgencias abrí la ventana y salí. La brisa fria golpeó sin compación. Yo había venido a encontrarme, ella a suicidarse. Y perdió. Perdimos los dos en nuestros objetivos. Tomamos la decision contraria, la apropiada. Me quedé con la levedad de mi amor, su sudor, olor, recuerdos inmediatos. Todo era tan simple, formulé mi teoría de los instantes. La distancia entre ella y yo era ahora la cornisa del piso octavo recorriendo el vacio, hasta el asfalto que sostenian sus pies en espera de un taxi. Luego crecería hasta desaparecer, sin nombre, sin desafio. Cerré los ojos, explayé los brazos, viéndome sin alas di un paso atrás y sin explicación regresé. Estábamos a salvo.
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