Siempre me he preguntado si el primer recuerdo de nuestra existencia influye, de algún modo, en nuestro modo de ser. Mi primer recuerdo es de cuando tenía 4 años, quizá menos, y lo que recuerdo es sentirme mejor fuera que dentro, lejos que cerca de casa. Mi primer recuerdo es una mezcla de frío de alma y calor corporal, de una casa vieja y padres ausentes, de maltrato, abuso y desesperanza.
Calles empedradas y polvorientas, gente que observa mi abandono, con lástima y con provecho. Mi primer recuerdo es una añoranza de correr por ese empedrado hasta una comisaría, que siempre veía al ir a la escuela, y compartir mi recuerdo con algún interesado. Mi recuerdo es uno y mil a la vez, es un solo bloque que, sin darme cuenta, se convirtió en cimiente de mi forma de sentir. Un pilar podrido que no me permite levantar por completo la mirada. Una suerte de freno que me paraliza al igual que un cachorro golpeado ante una caricia siendo adulto. Mi recuerdo es silencio. Es un día y son años. Es una cadena de alma en pena. Un pesar que, tras la sonrisa, siempre aparece. ¿Será así con cada ser humano? ¿Será posible vencer a ese recuerdo? O acaso es inútil cualquier intento de ser feliz. Porque; al final, por más éxitos que encuentre, ese primer recuerdo, que es uno y mil, siempre será mi raíz y nunca me dejó cruzar el empedrado.
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