En la búsqueda del ser

En la búsqueda del ser

Adanhiel

11/02/2019

Accediendo a los primeros recuerdos que hacen del hombre, si acaso, una mera reminiscencia de aquello que fue y que, en sucesión de ellos, conforman el mero concepto de lo que ahora soy, me veo a mí mismo inquiriendo a mi sufrida madre sobre cuestiones que un simple niño de contadas primaveras quizás no debiera plantearse; todas ellas de índole trascendental o universal sobre el sentido de la vida e, implícitamente, sobre el de la muerte, a la par de sobre la a veces delgada línea que, pretendidamente, separa la realidad de la irrealidad concernida entre lo material y lo inmaterial. Sin duda eran unos planteamientos que sobrepasaban las capacidades didácticas de un ama de casa que, sin embargo, aplicó siempre conmigo un estimable sentido común que, como poco, la ayudó en todo momento, sino a satisfacer mi hambre de conocimiento, sí a salir del paso, si acaso, relativamente bien parada.

Desatendiendo las imaginables obligaciones estudiantiles a los que esta sociedad nos somete desde la más tierna infancia conseguía aplacar esa interior avidez con todo tipo de lecturas entre las que imperaban las de contenido filosófico que, a ratos, he de confesar, conseguían elevarme… sin dejar por ello de contrariarme. Estaba claro que solamente el transcurrir vital de mis propias experiencias iba a facilitar la a veces ardua tarea de encontrarme en mí mismo a través de los demás y, de paso, que los demás pudiesen encontrarse a sí mismos a través de mí. De esta poco convencional manera de vivir fui quemando etapas hasta llegar a lo que ahora mismo soy. Sin embargo, entre medias de mi propia historia, quedaban un cúmulo de frustraciones, de expectativas malogradas, de sentimientos contrapuestos motivados por lo que se esperaba que fuera mi vida en sociedad y mis principios basados en un sentido de la justicia que ni siquiera era equiparable a la transferida por esta frenética y acomodaticia sociedad en la que, en un principio, intenté integrarme mas, a medida que pasaba el cadencioso tiempo me hacía sentir más pez fuera del agua, boqueando desesperadamente por encontrar aunque fuera un microclima en el que poder oxigenarme manteniéndome en franca sintonía con mis procesos mentales, morales y espirituales.

Muchos trabajos tuve y todos ellos me hacían sentir sometido mediante el yugo de lo preestablecido, parte de una «verdad» prefabricada a gusto del consumismo de una especie predadora por excelencia de la que no me sentía partícipe y a la que pensaba que poco o nada debía. Siempre que pude me sumergí en las artes para así moderar una quemazón creciente que me consumía por dentro desgarrándome a medida que pasaban los años, los supuestos amores y las también supuestas amistades que, a pesar de su estima, no podían ni se atrevían a compartir un estado que demasiado tenía de sufrimiento rebelde ante el asumimiento generalizado de una mayoría de personas, acostumbradas a dar por bueno un rumbo que en el fondo sienten, no han tomado por sí mismas, sino siguiendo un cauce estandarizado del que pocos quieren y saben salir… Ni que decir tiene que yo quería ser uno de esos últimos pues llegué a la firme convicción de que esta sociedad (de tendencia hedonista donde las haya) instaura en nosotros unas necesidades, unas aspiraciones ficticias y efímeras a las que dedicamos todos nuestros esfuerzos con el gripante motor del ego, verdadero condicionador de nuestro más superficiales anhelos que, por nada del mundo cristalizan en el ser.

En lo que respecta a la moral, partiente y destinataria del espíritu, el ser humano nada ha avanzado desde la presocrática de antes de Cristo, y es precisamente por ella por la que sentí, reveladoramente, que debía buscar la soledad y la naturaleza para conseguir el sosiego y la paz que, de otra manera, nunca llegaría a encontrar en la urbe. Así pues, una vez acaecida la muerte de mis progenitores, y dado que era hijo único, percibí una sustanciosa herencia que haría posible mi sueño de instalarme en una cueva, como verdadero ermitaño, para zambullirme en mis escritos y en mis lecturas convenientemente alejado de la ciudad e incluso de los más recónditos pueblecitos de la comarca a la que pertenezco. De tal manera procedí y de tal manera vivo en la actualidad, no ascética pero sí frugalmente, dedicando el tiempo del que dispongo al enriquecimiento del espíritu y al desembozo de un alma que ya no siento silente, sino hablando a viva voz, para dicha mía y de los que conversan conmigo siempre que salgo para abastecerme a zonas pobladas en las que departo animosa y amistosamente con quien tenga bien a ser hablando de lo divino y de lo humano, charlas tras las cuales siento las miradas de admiración (más que las de desaprobador prejuicio) y de franca gratitud que no se dejan llevar por mis ajados ropajes sino por la sincera llaneza de quien quiere transmitir que lo importante de toda vida es, al menos, el aspirar a estar con aquello que te hace verdaderamente libre, contadas veces anexo a lo perecedero.

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