A simple vista, Domingo parece haberse escapado de un relato policíaco. Hasta la pipa la cata. Pipa de detective, por supuesto. Viste de antiguo, con ropaje neutro, clásico. Perfecto atuendo para un coloquio sobre el exilio. Para él, el verdadero exilio es el suyo propio, el que crece dentro de él, cada vez más alejado de los asuntos del mundo, cada vez más desconectado, recortado por este mismo marco que lo describe y lo excluye del resto de seres que pueblan las aceras para centrarse en él, en su personaje, Domingo, repleto de pliegos que se desdoblan y retornan.
Su nariz es un minúsculo respingo que resalta en el conjunto de la faz, como hundida hacia adentro. La mandíbula es lo que más sobresale cuando se lo observa de perfil. En su cara geométrica y angulosa resaltan dos ojos azules que podrían centellear de esperanza o constituir la mirada desolada del loco, dependiendo de quién los mirase. En cuanto a su cuerpo, cuadrado, está en sintonía con lo anterior.
No es –digamos adaptándonos a ciertos cánones que cambian como las dunas de la playa– un tipo feo, en un sentido grotesco del término. De hecho, dada su talla y su porte, podría hacerse pasar por galán. Le saldría incluso bien. Pero este ser no está hecho para galanteos. Su apartarse del mundo lo aparta también de las idas y venidas de la seducción que, por otra parte, alcanza cotas muy altas en la población considerada outsider. Sentado, sostiene en sus manos una pluma que va girando, como para distraerse. Canas en la sien. Su brazo izquierdo medio cruzado, la mano en la cara, escondiéndose del mundo. Su camisa de rayas blanca ¿o rosa? descolorida. Las rayas son azules, verticales en el torso y horizontales en las mangas y cuello.
Domingo se mueve con total pulcritud. A juzgar por su actitud, parece una especie de ángel soltado en medio del mundo terreno, ángel con atributos, es decir, hermafrodito y sereno, a pesar de la inevitable tensión interna inherente a todo cuerpo que esté tan quieto que casi ni se mueva, porque un ángel, se entiende aquí, está encarnado en un cuerpo mortal. ¡No! El señor Chesterton es más bien un místico. Un hereje. Este rey de la virtud (la virtud extraoficial, por supuesto) flota –extático y estático– sobre la acera por la que pasa.
De pronto, ve una luz que se convierte en un destello. Su hieratismo se esfuma. Nuestro protagonista se apercibe de una presencia al otro lado. En frente, en la acera de enfrente, hay alguien que lo observa. Nuestro Domingo trata de mantener su aire calmado. No quiere pasar de desapercibido a raro. Prefiere seguir siendo otro más. Da una larga calada a su pipa. Respira profundamente. Intenta relajarse. Traga saliva sin que se note demasiado. Espera.
Fija su atención en un anuncio de los cientos que revisten la calle. No es especialmente grande ni llamativo. Como él, también ese anuncio pasa desapercibido. Otro anuncio más, otro de tantos. Pero le llama la atención su título: “La caverna de Platón”. Junto a él, se indica una dirección. Otro mensaje escrito a mano dice: “Entrada gratuita”. Tras leer estas líneas, Domingo siente mucha más curiosidad que al principio y quiere ir a la ‘Caverna de Platón’ a toda costa. Ya no le importa que algo de lo que descubra le acabe decepcionando, que no se ajuste a sus expectativas intelectuales o ¿por qué no decirlo con todas las letras? vitales. Quiere ver qué diantre es ese sitio y por qué lo han llamado así.
Se anota las señas, que consulta en su guía de viaje mientras se toma un café sentado en una terraza. Sí, no cabe duda: está en la calle ‘Platón’. Esto podría explicar el título. Le viene que ni pintado. Termina de saborear su expreso, pide la cuenta, paga y se va. Todo esto transcurre con total naturalidad, como si estuviese adaptado a aquel medio.
Domingo se dirige sigiloso hacia la dirección adecuada. Allí encuentra una angosta puerta algo baja para su estatura, entreabierta. Un cartel de madera improvisado, con letras manuscritas y una caligrafía poco cuidada, dice: “Caverna de Platón aquí”. Domingo duda un instante, pero resuelve su dilema, que no es sino miedo del antiguo, del que tendría cualquiera que estuviese a punto de cruzar un umbral misterioso. La curiosidad vence al miedo.
Una vez dentro, todo está oscuro. Domingo camina por un pasillo de paredes negras revestidas con tela aterciopelada. Enmarcado al final del pasillo, un salón de unos veinte metros cuadrados igual de oscuro y aterciopeladamente forrado. Al fondo, una pantalla, ni muy grande ni muy pequeña, algo anticuada y parecida a las pantallas murales de los proyectores de diapositivas. Hay unas cuarenta butacas ocupadas por un puñado de espectadores absortos en la película que se está proyectando. Domingo se sienta en la penúltima fila y observa el resto del auditorio, que mira la pantalla con ojos brillantes: unos ríen, otros lloran, otros murmuran a sus compañeros algo inaudible.
Aparece otro héroe: cabello cano, ojos azules y pequeños, mirada inteligente, algo huidiza, lo que denota una timidez acentuada con los años, un inconfundible gesto melancólico que no puede borrarse. De repente, el personaje habla: su voz le resulta espantosa. ¡Claro que ha reconocido a ese hombre de voz extrañísima! ¡Es él mismo!
Domingo sale del ensimismamiento y comprueba que los personajes se asemejan bastante a los espectadores. Sonríe sarcástico. ¿Cómo pueden ser tan necios? Es el clásico juego del doble: el viejo mecanismo de la proyección aliada con la identificación, pilares básicos del gran arte de la escena, aunque sea la escena indie. El lapso de lucidez ha concluido. Ningún personaje es tan interesante como el suyo, así que vuelve al fascinante mundo de las sombras. Pero entonces, la presencia de una joven que se aproxima a su personaje lo aterra. Debe exiliarse de nuevo, pero dónde, cómo. Los personajes cruzan sus miradas. El señor Chesterton siente que se ahoga.
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