Desperté sobrecogida cuando los primeros rayos del sol incendiaron la pared blanca de un fulgor dorado que me llamaba insistentemente al recuerdo. Basta a veces un solo rayo de luz para que uno se vea proyectado hacia lo profundo, hacia el centro donde mora la quietud fértil; para apercibir, como primera fase de inmersión, una purificación que surge de la observación honesta de las olas inquietas de nuestra periferia, observar sin juicio como esa inquieta agua psíquica arriba a determinadas orillas en las que se ha extendido la vida propia, y en esas extensiones, lejanas a la quietud beatífica del centro inmutable una se sabe encarcelada por cientos de categorías, arremolinadas alrededor del miedo, que actúan de carceleras de la espontaneidad pérdida, de la infancia perdida, del paraíso añorado.
Ante la imposibilidad de mirar y ver sin velos esa luz que me hacía guiños desde el otro lado del espejo sentí que estaba encarcelada. Los barrotes eran los poderosos condicionamientos que se nos han inoculado en la vena de lo cotidiano desde la ingeniería social a la que pertenecemos. Se han ido elaborando capa a capa, día a día, con cada uno de los rechazos que sufrimos los unos de los otros desde la infancia, con las servidumbres asumidas para medrar en la manada social. Los miedos atávicos de la especie, aderezados con los miedos propios del linaje familiar y tribal en el que nos hemos criado cada uno habían estrangulando uno a uno los instintos más profundos, que nacen y medran en la libertad de la naturaleza virgen y en la libertad de las verdaderas tradiciones sapienciales, que son las que religan cielo y tierra sin afán de dominación de nada que no sea el mal carácter de ese taimado egoísta que habita en cada uno de nosotros. Estaba atrapada y la luz lo susurraba inaprensible.
Somos guerreros, poetas, sacerdotisas, campesinos de la faena humilde abortados por la cirugía plástica de la cultura moderna, que lo iguala todo, anulando las arrugas de la diferencia, ocultando con sus mañas la vejez, la enfermedad y la muerte del escenario privilegiado de la vida. Somos esclavos del qué dirán. Nos hemos domesticado para tener unas migajas de afecto impuro, pues si rascas los afectos que se dan en las manadas modernas no nacen de la donación verdadera, nos amamos a nosotros mismos en el otro mientras nos satisface las expectativas, damos para obtener la porción de calor necesario para no morir de intemperie afectiva, pero si pones a prueba ese “afecto” ante las contingencias, muy pocos sobrevivirán a la prueba, pues estamos tan heridos que solo nos da para estar autocentrados, y si ayudamos, ayudamos para acallar la culpa inculcada de no ser unos canallas ensimismados. La solidaridad contemporánea no surge de una bondad genuina, que solo nace cuando uno sale de su cárcel cognitiva y comprende que es uno con el otro.
Los amores más incondicionales de los propios padres están, también, a menudo, condicionados por sus propias taras de la domesticación forzada a la que el ser humano se viene sometiendo desde hace siglos. Preferimos el pan y la cebolla de Egipto, de la esclavitud, que tener que estar vigilantes cada segundo de vida, leyendo los mandamientos del cielo para desentrañar y discernir y enactuar la acción perfecta en cada segundo de vida en el que se despliega lo inesperado. Preferimos la confortabilidad del sillón, de las cuatro paredes que nos aíslan de ese todo sin discontinuidad y dormirnos en los planos laureles del éxito material.
Domesticamos la naturaleza que nos provee del entrenamiento perfecto para ser seres humanos, que son los que unen tierra y cielo en lo más profundo de su corazón. Asomados a nuestras pantallas olvidamos el vasto horizonte que la naturaleza procura para asomarnos a lo eterno que se dibuja en el contorno más humilde de una brizna de hierba como en el contorno más majestuoso de una montaña, que claramente es, para quien quiere ver a través del símbolo que es todo fenómeno: el eje del mundo por el que se asciende desde la base de la materia, que somos, a la cúspide del espíritu que nos convoca para volar libres, salvajes sin cadenas. Pero estamos encadenados a la confortabilidad y, recientemente, a la realidad virtual que no huele, que no confronta, que no sabe a nada, pues es ilusión dentro de otra ilusión. Un sueño dentro de otro sueño. Pura matrix.
Llenos de miedos presumimos de nuevas máscaras más sofisticadas, como la espiritual, para aparentar que nos somos animalillos apaleados por una cultura inmisericorde que niega la dimensión real de lo que somos. Acobardados nos vamos vendiendo por un trozo de pan a sueldo que nos esclaviza y desarrollamos una sofisticada estructura cultural que ciega el ojo para no ver que estamos demasiado heridos y tullidos para atrevernos a cuestionar los barrotes, que ahora llamamos sociedad del bienestar.
Desde la cárcel lloro por cada una de la troquelaciones que este perverso sistema infringió a mi estructura psíquica y aún me queda un rugido para rugir esto, no quiero morir domesticada sin conocer la brisa alegre de la libertad en mi piel, no quiero morir llena de miedos acomodada en una falsa seguridad que embrutece los sentidos. No quiero morir sin aullarle a la luna en una noche de invierno, mientras todos los seres de los diez mil mundos contemplan el clamar humano por su verdadera naturaleza.
Desde mi cárcel quiero recuperar la esperanza de que más allá de las heridas que exudan amargura, miedo, procastinación, hay algo puro que no ha sido tocado, porque es inviolable, algo sin mancillar por este linaje de esclavos que prefieren pan y cebolla al maná del cielo. Quiero sentir que me está llamando, como esta luz dorada, ahora, sobre la blanca pared de mi despertar matutino tililando resplandores de otro mundo… Posible. Y que nos llama al recuerdo.
Beatriz Calvo Villoria
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