Mi wisephone explotó.
A mi alrededor, la gente me miró a través de sus pantallas los segundos precisos para inmortalizar el humo y el artefacto hecho añicos.
Acto seguido, todos tuitearon el suceso, creando el hashtag #explosiónwisephone, que rápidamente fue trending topic mundial. También hubo multitud de hilos abiertos debatiendo sobre el incidente en foros de Internet. En las redes sociales aparecieron fotos y vídeos.
Pero nadie se acercó a preguntarme cómo estaba yo.
Aunque siendo sinceros, contaba con ello.
Los humanos nos servíamos de nuestros wisephones para canalizar nuestras emociones. Ahora que el mío había pasado a mejor vida, ninguno de mis contactos podía hacerme llegar su ánimo y apoyo mediante gifs, emoticonos o algún meme reconfortante.
Me había salido de la red y ahora nadaba solo en mar abierto. Un inmenso y desconocido mar que me hubiera asustado en el hipotético caso de que hubiera sabido transmitir mi miedo. Pero sin mi wisephone me resultaba imposible.
Sin mi dispositivo estaba vendido. No solo me mantenía conectado a mis contactos, sino que también me ayudaba a sobrevivir. Era el encargado de coordinar a todos los demás artilugios de mi casa. Hacía las compras cuando detectaba que la nevera se iba vaciando. Mantenía la casa con la temperatura óptima. Si algo fallaba daba las órdenes precisas para que alguien viniera a arreglarlo. En cuanto a mí, se ocupaba de fijarme unas metas diarias para mantenerme sano y hacía un seguimiento diario a mi salud y mis necesidades, que sabía detectar inmediatamente.
Por supuesto, también mi wisephone coordinaba mi vida laboral.
Rememorando todo esto me hubiera puesto nostálgico, de haber sabido qué era eso.
En fin, por hacer algo, me dispuse a recoger los restos de mi aparato.
Siguiendo el rastro que su detonación había dejado, llegué a una puerta.
Nunca la había visto o al menos nunca había reparado en ella.
SALIDA.
Eso indicaba.
Miré los despojos de mi wisephone.
Pensé en los múltiples anuncios de televisión que comercializaban este tipo de dispositivos.
<Se acabaron las preocupaciones, las responsabilidades y los problemas sentimentales: adquiere un wisephone y él se ocupará de todo por ti>.
<Deja que tu wisephone piense y sienta por ti, él sabe mejor que nadie qué es lo que te conviene>.
<Deja el conocimiento para tu wisephone. Tú tan solo sigue con tu vida>.
Si verdaderamente ese aparato era tan sabio, quizá este último acto de inmolación tenía como fin indicarme esta salida que nunca antes había visto.
Así que decidí salir.
Lo primero que llamó mi atención fue que en ese lugar la gente parecía saber a dónde se dirigía sin necesidad de que ningún aparato guiara sus pasos. Yo, por el contrario, me desplazaba inseguro, titubeante. Carecía de sentido de la orientación porque durante toda mi vida un dispositivo había sido el encargado de decirme qué calles tenía que atravesar, cuándo girar y en qué momento había llegado a mi meta.
Pero no solo aquello me sorprendió. Allí casi todos hablaban unos con otros. Se saludaban con un abrazo, con dos besos. Mantenían la atención en la persona con la que conversaban y solo bajaban la vista para tomar algún sorbo de café o de cualquier otra bebida.
Los niños jugaban en la calle y parecían divertirse a pesar de lo básicos que parecían ser esos entretenimientos. Había visto en algún vídeo que hubo un tiempo en que existieron los divertimentos analógicos pero nunca los había experimentado ni advertido hasta ahora.
No parecía tan malo.
De forma inconsciente, hice un doble tap con mi dedo para indicar que aquello me gustaba.
Proseguí mi primer paseo sin geolocalizador y acabé en el lugar más extraño que había visto nunca, si cabe.
Allí se amontonaban cientos, miles de objetos iguales pero diferentes. Grandes, pequeños, gordos, finos, de colores distintos…
Librería, leí antes de entrar en aquel lugar.
Avancé cauto entre pasillos rodeados de aquellas cosas. En un momento dado, decidí imitar a otra persona que había cogido uno de los objetos y se entretenía examinándolo en un sofá cercano.
Me decidí por uno y me senté junto a él.
Con el rabillo del ojo, hice lo que mi compañero hacía y abrí el objeto. Rebusqué. Allí solo había letras, frases, historias. Ningún botón, ninguna red instalada. No parecía viable que aquello te conectara con nada. ¿Entonces qué utilidad tenía?
Decidí seguir imitando a mi compañero, no obstante, y leer lo que ahí estaba escrito.
Empecé como él, por el principio.
“Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza.
Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unas personas que están en ella desde niños, con teléfonos inteligentes atados a las manos, de modo que tengan que mirar únicamente hacia sus pantallas, pues estas les impiden levantar o volver las cabezas…”.
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