Pornográficamente burguesa

Pornográficamente burguesa


…el êthos liberador lucha contra la entropía o «ley del uso» que convierte todo en «habitual». La virtud liberadora aparecerá para el orden vigente como caótica, anarquista, subversiva, desordenada, enfermizamente inconformista; como lo temiblemente nuevo.

Enrique Dussel


El único punto de fuga es una ventana abierta que en el vidrio derecho tiene una desfigurada calcomanía que dice: Patria o Muerte. El apartamento, a oscuras, parece un predeterminado reproche a la mediocridad y, aun quizá, a la miopía moderna.

Haroldo era un devoto creyente de la Iglesia Católica. Hoy no puede decirse lo mismo. Hace muchísimo que no pisa un templo, que no estrecha su mano con algún cura, que no pide la gracia santificante en la oración, y eso que pasó casi dos años en el seminario. Pero de esto, la eternidad, es poca cosa.

Apenas tiene algún sentido lo que lee en el vidrio de la ventana. Piensa que desde que Ernesto Che Guevara fue fusilado en La Higuera, Bolivia, tras caer en una emboscada planificada por la CIA, la lucha latinoamericana, ha perdido la figuración que tenía, que debía tener. Algunas veces trata de escribir sobre el Imperialismo y su siempre miedo a la individualidad: la cuestión no es solo exterminar al enemigo, es también destrozar su cuerpo muerto, extinguirlo, escupirlo, tomarle fotografías, y mostrar al mundo que tan débil es sin vida. La macana es que El Che murió con los ojos abiertos.

El último libro que leyó fue El fin de la aventura, de Grahan Greene; después, la literatura de revistas de glamour fue lentamente apoderándose de él. Su círculo de amigos influyó fatalmente. Por algún tiempo no supo de qué hablarles. Aún recuerda la noche en la que quiso citar textualmente a Hemingway (un escritor estadounidense que contrabandeó armas para los rebeldes de la Revolución Cubana). Fue un desastre. Casi lo sacan a patadas del hotel. Las arcas de su padre lo salvaron. ¿Cómo fue posible que Haroldo tuviera las pelotas para nombrarlo frente a sus amigos de la universidad, que prácticamente no sabían nada de la realidad y que tampoco querían saber, y frente a dos generales del golpe de Estado del ’76 que se reían con dos modelos uruguayas mientras bebían martinis y fumaban habanos. ¿Cubanos?—¡Imposible!—Traición a la patria.

Cada vez que quiere ver la tele, lleva, con esfuerzo, el escuálido sillón verde que es una trinchera de inadecuadas manchas y de olores hasta la ventana, a dos metros de la ventana, se sienta y comienza a mirar: un microscópico trozo de la fachada de unos de los tres edificios tribunales. Con suerte, cada muerte de obispo, atisba alguna que otra silueta en movimiento: cincuenta segundos como mucho. Los deseos de arrojarse por ella lo visitan todo el tiempo. Cuando ya no puede más, cuando comienza a ver imágenes rojas que parpadean en la oscuridad del aire, se manda una cucharada de dulce de leche. ¡Así controla sus ansias! Hace cincuenta días que cambió la cocaína por otro producto de absurda felicidad. El dilema duró varios días: charlas con descocidos por medio de su cuenta trucha de Facebook (Mariano Proda, veinte años, soltero); meditaciones junto a Luna, una escort que en las citas acostumbra a usar antifaz y con la que jamás se acostó: ella solo habla de Scorsese y Murillo; intensivos encuentros con una ex primera dama de la nación, hoy, una ilustre de setenta y tantos adicta a la morfina, a frecuentar programas de la tv, a la implementación de la pena de muerte, y fiel defensora del establecimiento de bases EE.UU en el país. ¡Casi da media vuelta al mundo!, hasta que un buen día, mientras trataba de recordar quién puso la calcomanía en el vidrio de la ventana, se topó con el más oscuro de sus recuerdos: antes de que su padre recibiera ese tiro que al instante acabó con su vida, había estado comiendo dulce de leche con la punta de un dedo en frente de él. ¡Y ahí lo supo! El parche para continuar con la farsa, era dulce.

Un par de copas vienen hacia él. El bar Night City comienza a tomar forma con la aglomeración y la circulación de risas. Es el único longevo que está solo, sin embargo, gracias a una buena ambientación de luces de neón, no llama la atención, ni siquiera cuando su mano tiembla cada vez que intenta beber whisky.

Desde uno de los pórticos del Night City, Haroldo contempla las distorcionadas aguas de Laguna Martí que se aplanan por una luna hostil y también a una pareja que se pierde en la oscuridad, entre los árboles, colina abajo: dos coloradas brasas de cigarrillos es lo último que ve.

— ¡Qué hijo de puta! —dice un hombre de traje celeste que está sentado en la escalera en un oblicuo síntoma de luz.

— ¿Cómo dices? —interroga Haroldo, sin quitarle la vista de la nuca.

—Esos que mirabas recién: el pibe es un pelotudo; tiene físico y plata, pero nada más. La mina, es el amor de mi vida. ¡Tiene veinte y yo casi setenta!

— ¡Qué vas a hacer! —Haroldo se apoya contra el barandal y tira lo que le queda de whisky sobre unas flores, y añade—: ¿Si es el amor de tu vida, por qué le dices «mina»?

— ¡No amigo! Esta no es la vida. Maté a mi abuela cuando cumplí treinta y me quedé con todo. Mi hermana, se acostó conmigo por plata: tres o dos veces. ¡Soy un hijo de puta! —El hombre mueve la cabeza y se toca las rodillas—. Solo espero que la haga feliz.

— ¡Ya somos dos! —Suspira Haroldo.

— ¿Qué? —El hombre lo mira por primera vez: la cara de Haroldo es neón azul.

—Unos hijos de puta.

—Laguna Martí es conocida por sus suicidios. Hasta para matarnos somos burgueses.

La cara de ambos se hunde en una extraña vergüenza: cuerpo comprimido, ojos brillosos, y otras cosas, más allá.

—Unos hijos de puta —repite Haroldo.

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