Lo que aquí se cuenta es la leyenda del tiempo, un tiempo muy lejano, tanto que acaso nunca fue, un tiempo tan presente que está siendo sin dejar nunca de ser por ser presente, un tiempo tan novedoso que aún no es… Siempre decimos que el tiempo es relativo, el contenido de la experiencia vivida determina la calidad de la duración del tiempo, así esta historia será tan interesante para algunos que se les hará corta, mientras que a otros se les antojará tan aburrida que sientan que el tiempo se arrastra lentamente. Pero lo que sí que podemos decir sobre el tiempo, y es lo que subyace a esta historia, es que el ser humano vive en dos temporalidades: El tiempo normal, la experiencia práctica del tiempo, ese tiempo que empleamos para algo, el que se mata cuando uno está aburrido o el que no se tiene cuando uno está ajetreado. Por otro lado está el tiempo propio, el tiempo humano, tiempo que se habita, aquel que llena un momento. Pero, ¿qué pasará con el tiempo humano en la era tecnológica?
Año 2118. Todo se perdió. La técnica tomó el control, las máquinas empezaron a dominar al hombre, y la aceleración de los prágmatas robóticos supuso un desbordamiento en el ser humano, cancelándose la experiencia del sujeto, habiendo un desplazamiento ontológico, un desahucio en la lógica temporal cotidiana. El tiempo humano colapsó debido a la imperiosa constante novedad, todo lo que era inmediatamente ya había sido, nada perduró, las bibliotecas se vaciaron porque nadie podía ir tan lento como exige la lectura. Nos fuimos olvidando de nuestros nombres, nuestras relaciones fueron sustituidas por algoritmos relacionales y el pasado se fue perdiendo en una especie de recuerdo tan lejano que no supimos si acaso una vez lo vivimos o lo vimos en una página de internet.
El tiempo empezó a desaparecer, a huir ante el fracaso humano así la existencia se quedó sin pasado ni futuro, condenada a la perpetuación de un presente carente de sentido. Los recuerdos se volvieron líquidos, y la palabra fue sustituida por la imagen, imagen exacerbada en la que los rostros desaparecieron de ella, y con esto, la identidad. La mano quedó deformada por el abuso de las pantallas táctiles quedando inutilizada para asir un bolígrafo, y la escritura, huella de lo humano, desapareció, quedándonos huérfanos de historia.
Como todo lo hacían las máquinas, su aceleración hizo que el tiempo práctico llegase a su extremo jamás conocido, el tedio se hizo dueño de la vida, la tecnología provocó la sobreexposición humana y la sobreproducción de enseres, de tal manera que aquella gente que intentó seguir el ritmo-máquina empezó a morir por ese excesivo ajetreo, colisionaron al no tener tiempo para descansar y estar constantemente haciendo cosas, y otros por el contrario, los que se congraciaron ante no tener nada que hacer porque lo hacían todo las máquinas, empezaron a morir por aburrimiento, al no hacer nada y abandonarse al tedio. La raíz común de esta epidemia fue que perdimos el tiempo, se fue y la vida humana tal y como la conocíamos se quedó suspendida en un círculo extemporal en el que nos morimos porque no tenemos tiempo.
Ante esta situación de crisis temporal, científicos y humanistas, último reducto de la sociedad que un día fue, herederos de un saber tan antiguo como los pergaminos de Melquíades, recordaron un eco del pasado que volvió a sus cabezas, recordaron que la palabra escrita hace fáctico el tiempo, le devuelve su dimensión espacial, lo apresa creando recuerdos, generando pasado, lo concreta. Desde la resistencia humanística se hicieron con el control de la situación, oponiéndose a las máquinas, desarrollaron un plan para la recuperación del tiempo propio. Recordaron que aquellos lugares y ejemplos del tiempo propio están en los libros, hogar de la temporalidad y ritmo esencialmente humanos, que requieren una deceleración de la actividad y suponen un ejercicio lento, pausado, de apreciación de los detalles. Y esto se levantó como la posibilidad de recuperar el tiempo humano y procurarle su supervivencia. Por ello volvieron a los lugares abandonados, las bibliotecas, en ruinas donde encontraron los libros, enmohecidos por el paso del tiempo, algunos irrecuperables.
Elaboraron ecuaciones para poder absorber esa temporalidad lenta de los libros, y se llegó a la idea de procurar unas máquinas que convirtiesen los libros en tiempo. Las máquinas empezaron a ser usadas de nuevo por los humanos, se registraron las palabras y se digitalizaron las letras, cifrándolas en minutos. Se creó un nuevo calendario de festividades en torno a los libros de fantasía que reinterpretaron las estaciones del año, se restituyó un nuevo culto, y la gente empezó a leer de nuevo, abandonó los móviles y se reconcilió con la palabra escrita, sintiendo el peso de las páginas al pasarlas.
La gente podía ir al centro de operaciones donde convertir el libro que se había leído en tiempo, de modo que dejaron de morir progresivamente ya que la calidad de lo leído reestablecía la calidad del tiempo humano, el tiempo que otorga la lectura es el tiempo sucesivo, estacional, el de los sucesos vitales que lo llenan. El demorarse ante la lectura, hizo que recuperásemos la identidad debido a que esa demora constituye un reconocimiento con aquello que te ha hecho demorarte. Además esta máquina permitió en base a las temáticas de los libros leídos recuperar ciertas dimensiones cotidianas que la técnica se había apropiado. Esto permitió recuperar el pasado borrado ante la constante novedad y obsolescencia que hacía que nada estuviese siendo, cayendo lo sido en la oscuridad del vacío del olvido.
Se creó una nueva comunidad, síntesis del pasado con el futuro, con un horizonte abierto en el que la vida volvió a seguir hacia delante, disponiendo del tiempo de nuevo, avanzando hacia el anhelo de inmortalidad pues el tiempo en esta leyenda no se agota, no se acaba, se convierte en una historia, historia que se vivifica cuando otro la lee, cuando nos leemos los unos a los otros.
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