- No sirve para nada.
Cuatro palabras. Un segundo de discurso. Es lo poco que necesitan todos los que se niegan a debatir conmigo. Mi respuesta inicial ante tal sinrazón tampoco es mucho más larga.
- – Entonces desprecias la sabiduría.
Las réplicas no suelen pasar del “¿me estás llamando idiota?” o del siempre insulto más o menos malsonante, malintencionado y cortante. Pero a veces hay excepciones, agradables excepciones.
La niña con la que había iniciado la conversación me miró algo enfadada, sorprendida pero su reacción me dejó a mí más sorprendido que a ella mi respuesta.
- – Si dices eso también la desprecias tú.
Me callé, lo interioricé y miré a sus curiosos ojos de niña de diez años. No me había devuelto un ataque, había entendido mi razonamiento y no iba a frenar ahí. Ella observaba mi cara de sorpresa y estaba decidida a borrar ese gesto con una contestación más elaborada.
- – Sí, porque si ante una respuesta como la mía sugieres que desprecio la sabiduría es que tú también lo haces. -Hizo una breve pausa para saber si su discurso surtía efecto y continuó-. A ver…, hay dos variables que no has tenido en cuenta. La primera y más evidente es que soy muy joven y mi respuesta no está fundada en mi experiencia si no en lo que me enseñan. ¿Lo entiendes?
Estaba concentrado en sus palabras, en su expresión y solo necesité asentir con la cabeza para que ella siguiera.
- – Muy bien, ahora la segunda. La respuesta no tiene porque ser cierta por completo. Estoy segura de que muchas personas te la han dado para que siguieras con el debate y no para que les llamaras estúpidos a las primeras de cambio. Y después habría que hablar de ti…
La sorpresa había ido desapareciendo de mi cara y quizá demostraba algo de admiración por ella, pero su última apreciación me dejó perplejo.
- – ¿De mi? -Podía haber dicho algo más pero no quise cortar su discurso.
- – Sí. De ti. Quizá con algunos adultos pueda valer tu respuesta cuando contestan que no sirve para nada a tu pregunta de que para qué sirve la Filosofía. ¿Pero con una niña o un niño? Creo que te las das de listo o algo así. No sé, como que te crees muy guay por pensar que eres diferente, que eres raro o que eres mejor.
- – No me creo mejor ni más listo que nadie, quizá diferente… -La evasiva no es lo mío. Puede que aquella niña me hubiera calado-. No termino de entenderte.
- – Pues yo creo que sí te crees algo por ser así y hacer esas preguntas, tú sabrás… -Me miró con reprobación pero su gesto se volvió algo más amable y siguió hablando-. Pero bueno, lo que quiero decir es que a alguien como yo todavía le queda tiempo para pensar sobre si quiere pensar o no, o sobre qué… No sé si me explico.
Con los ojos muy abiertos me costó no tener de la misma forma mi boca. Quizá no lo había hecho de la mejor forma posible pero sí, se había explicado muy bien. Tenía que contestar y hacerlo bien.
- – Sí, te has explicado y te he entendido. Quiero pedirte perdón porque tienes razón, porque mi respuesta no es nada adecuada y menos si lo que quiero es iniciar una conversación, no son unas palabras muy amables, es cierto. Y sobre tus últimas palabras te tengo que decir que son muy sabias, está claro que no desprecias la sabiduría porque la practicas.
Ella sonrió y me chocó la mano, como si nos conociéramos en profundidad pero la había conocido aquella tarde. Con su primera década de vida era la única hija de un compañero de trabajo y su pareja. Ambos me habían invitado a conocer su nueva casa llena de aparatos y pocos libros. Su padre llegó con una cerveza después de enseñar varias habitaciones a los últimos invitados que habían llegado para finalizar el debate.
- – Toma. bien fresquita. -Cogí el botellín y él se sentó junto a su hija-. Bueno, ¿y de que habéis estado hablando? ¿No te habrá aburrido con sus cosas de chiquillas?
- – ¡Qué va! Hemos tenido una charla muy interesante. -Contestó con firmeza y una pizca de ironía.
Ella siguió sonriendo y su padre la miró extrañado.
- – ¿Interesante? Vaya…, pues me tendrás que dar el tema, que a esta no hay quien le saque dos frases seguidas. -Lo acompañó con una sonora carcajada que ni su hija ni yo secundamos.
- – Te lo doy yo papá, es filosofía. -Dijo ella seria pero sonriente.
- – ¿En serio? Tío, ¿otra vez con ese tema? Sí…
- – …no vale para nada.
Cortó ella con una sonora risa que reactivó las carcajadas de mi compañero que me soltó un manotazo en la espalda para consolarme. Algo que no necesitaba porque mientras padre e hija compartían ese momento, ella me guiño el ojo. Había encontrado alguien que amaba la sabiduría, y que me había hecho darme cuenta de que muchas veces hace falta más de una pregunta y dar menos cosas por sentadas para poder hablar. ¿Verdad?
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