Cree haber visto la jugada. Ha calculado las variantes posibles hasta donde su capacidad de cálculo le permite y ese sacrificio de Dama puede ser un remate brillante, aunque si yerra en el cálculo, supondrá la derrota. Tiene que tomar una decisión y el tiempo apremia.
La posición es compleja, por lo que nada en este momento debe abstraerlo. El aleteo de una mosca, por ejemplo, puede arruinarlo todo porque tal sonido, si consigue romper el mamparo que le aísla del mundo exterior, le haría perder un tiempo precioso al tratar de espantar al molesto díptero. Un tiempo que aquí, en este escenario, es más relativo que nunca, porque las agujas del reloj giran presurosas, contradiciendo el canon establecido que determina que un minuto es la unidad de tiempo que se corresponde con la sexagésima parte de una hora y este minuto que aquí parece menguado y que podría jurarse que no contiene, aunque contenga, los preceptivos 60 segundos que lo conforman, está a punto de expirar, pues las agujas de perpetuum mobile van a traspasar, inexorables, la frontera de lo que un minuto es y cuando lo hagan, dicho minuto adquirirá entidad de segundo, es decir, de pars minuta secunda, o lo que es lo mismo, de la parte diminuta segunda en que se divide la hora: un in-stante que viene a significar traducido del ¿latín? “Lo que no existe”.
Decía que la posición es compleja pero afortunadamente no le disturba aleteos de insectos ni cualquier otro ruido molesto como toses, carraspeos o el inevitable bisbiseo del público, que silente y expectante, asiste entregado a la contienda. Tan solo percibe el rítmico latir de su propio corazón, la sucesión regular de sístoles y diástoles sincronizada con el impostergable tic-tac del reloj que acaba de mirar de soslayo para saber de cuánto tiempo dispone.
Siendo limitado el lapso a su favor, (aunque se le bonificará con un incremento de tres segundos por cada movimiento efectuado), desea vivamente que sea siempre presente, que el tiempo no pase a ser pretérito, que se detenga…, pero como afirmara San Agustín en sus “Confesiones”, ya no sería tiempo sino eternidad.
Por otra parte, al igual que el Santo, se pregunta ¿qué son pues los otros dos tiempos, pasado y futuro si lo pasado ya no es y el futuro todavía no es? No está en su mano afectar al pasado y rectificar una jugada moviendo, por ejemplo, el alfil al escaque c4 en la jugada veintiséis, mejorando con tal movimiento, no ostensiblemente pero sí sensiblemente la posición. No, no puede afectar al pasado, pues ya no es, pero sí al futuro, a este futuro que está a punto de alcanzarle transformándose en presente efímero, trayéndole el triunfo o la derrota: de la decisión que tome dependerá todo. Evidentemente no cree en el destino: siempre sostuvo que si este estuviera escrito, entonces no existiría la responsabilidad, el cumplimiento de las obligaciones, el cuidado al tomar decisiones… Si el resultado de la partida está escrito ¿qué hace pues disputándola si haga lo que haga, decida lo que decida, el resultado ya estará escrito?
Cambia de postura: es un movimiento reflejo, no lo hace por estar molesto o sentirse aturdido. La nueva pose que acaba de adoptar parece contribuir a que el pensamiento fluya con mayor premura y, efectivamente, así sucede, porque con el gesto de inclinarse sobre la mesa y colocar ambas manos sobre los parietales se amplifica su concentración y parece que el pensamiento discurre más lógico, diáfano y rápido que hace unos instantes. De hecho comprende más límpidamente los entresijos de todos los movimientos realizados hasta el momento y que han conformado la posición actual de las piezas en el tablero, en cuyas innúmeras combinaciones se encuentra el sentido del resultado final: victoria, derrota o tablas.
Cree haber tomado, por fin, la decisión definitiva, aunque realmente no está en condiciones de asegurar si es la decisión acertada o no, pues no dispone de tiempo suficiente ni de capacidad de cálculo para computar todas las variantes posibles. En esta circunstancia se pregunta a qué velocidad pueden viajar los pensamientos y establece que tal velocidad es medible por medios físicos, puesto que puede pensar porque hay unos impulsos que viajan de una célula nerviosa a otra y tal actividad requiere de una velocidad concreta y de un tiempo determinado. ¿Será su velocidad de raciocinio lo suficientemente rápida como para cerciorarse al máximo de la decisión tomada, aprovechando lo que, cinco segundos que ya son cuatro, dan de sí?
Alza la mano para mover una pieza, pero inmediatamente la deja estática en el aire, apenas rozándola, como si todo él fuera una estatua de mármol o de bronce o una réplica del autómata jugador de ajedrez de Maelzel, afortunadamente referenciado por Poe. Es su cerebro el que ha paralizado la acción gregaria del brazo que acudía, a falta de dos segundos, a hacer el movimiento seleccionado, anulando la orden anteriormente dada a los músculos y a los nervios, pues en su discurrir lógico determina que aún dispone, antes de que la bandera caiga, de un segundo, o lo que es lo mismo, de la sesentava parte de un minuto, para afianzar la decisión tomada.
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