Ese día me levanté.

Salí tranquilamente de la cama, por la puerta, y crucé la ciudad. Seguí andando y me aparté todavía más, y al salir al desierto me dije: «Avanzaré hasta morir».

Caminé y caminé sin permitirme ningún descanso. «El dolor y el sol no son para mí».

Avancé hasta morir. Caí en algún agujero tras una duna misteriosa. No me puse cómodo, no engañé a nadie.

En un momento dado, me encontraba con un hombre en el interior de una cueva. Al principio, él hablaba mucho, intentaba ser amable en extremo, pero yo no escuchaba. Más adelante, él ya no hablaba, y su cara era una máscara, y yo tampoco escuchaba. Pasé allí muchos días sin moverme, en la oscuridad a medias. Durante ese tiempo el hombre se levantó en varias ocasiones. La primera de ellas tomó la forma de un perro, y yo, que apenas lo entreví, no creí que fuese real. La segunda fue en el cuerpo de un bisonte. Salió y volvió a las pocas horas. La tercera vez, con su cuerpo barbudo habitual, pero decrépito y quebradizo, me guió fuera de la cueva. Me señaló un punto en el horizonte, como invitándome a que me dirigiera hacia allí. Pero yo no me moví. Entonces, él mismo se puso a andar en una dirección diferente, y yo fui detrás, lentamente, como si estuviese espiándole. Caminó cientos de kilómetros hasta confundirse tanto con la arena que ya no pude decidir si continuaba allí. Yo lo seguí mientras consideré que estaba, y más tarde mucho tiempo aún, pero al final, lo olvidé.

Un día me detuve en seco. Hacía mucho calor. Mi última idea, avanzar hasta morir, ahora me parecía carente de sentido. No tenía ni idea de si ya me había muerto o no, pero en ese momento no me moría, así que veía difícil desearlo. Desde entonces, caminé por el desierto blando durante periodos de tiempo que me parecieron largos. No pude evitar seguir pensando. Allí no había forma de matarse. Ni siquiera había viento. Por curiosidad, y no por cualquier otra cosa, intenté sepultarme bajo la arena algunas veces.

Otro día vi a lo lejos las montañas. Pronto encontré piedras que clavarme y con las que golpearme la cabeza. Era interesante, pero en esa tesitura, de rodillas en el suelo maltratándome, volví a verme absurdo, y el pudor me invadió. Me dije que caminaría solamente. Desde entonces, creía que estaba avanzando. Pero eso era antes de encontrarme cara a cara con este enorme desfiladero.

Tuve que reconocerlo: si hubiese podido escapar antes de tiempo, ¿qué sentido tendría todo? «Si se pudiese morir, ¿no crees que todo el mundo lo haría?», escuché convenir a una voz, y yo asentí desde mi misterioso agujero.

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