De la verdadera extensión del tiempo

De la verdadera extensión del tiempo

Miguel Araneda

09/08/2018

«¡Qué corto es un día!», se quejaba Li Bai.

Y sin embargo en un día transcurre Ulises,

que James Joyce tardó siete u ocho años en escribir.

Un día es la vida del hombre según el enigma

que la Esfinge, en Tebas, propone a Edipo.

En el romance español, un día pide el enamorado, a la muerte,

para amar; aunque ella le concede solo una hora.

Haroldo Quinteros, un profesor chileno

internado en el campo de exterminio de Pisagua,

en una carta que dirige a su madre, le dice

que veintiocho meses allí habían sido como veintiocho años.

Al emprender su exploración hacia las fuentes del Orinoco,

Humboldt ve alejarse las costas de Cumaná,

la primera tierra que había pisado al llegar a América,

y anota en su diario: «La impresión que produce

la naturaleza, es tan poderosa y magnífica

que después de unos meses de permanencia en estos lugares

cree uno haber vivido largos años en ellos».

Hans Castorp, el personaje de Thomas Mann,

pasa siete años en un sanatorio en las montañas,

y el primero es más largo que los seis restantes.

Cuenta Renán, que gracias al amor y a las enseñanzas

que Jesús dedicó a sus adeptos, estos llegaron a la certidumbre

de poder habitar ese Paraíso que él les había anunciado,

lo vieron, como una mágica aparición, una cercana maravilla.

Entonces, colmadas sus esperanzas, el paso del tiempo

quedó en suspenso… Y pareció que una semana durara un siglo.

De entre las frases de Oscar Wilde, hay una

que no es ingeniosa ni divertida, como tantas de las suyas,

sino atroz, alude a una situación extrema:

«Pasamos, durante años, sin vivir lo más mínimo,

y de pronto la vida entera se agolpa en una sola hora».

Pero es cierto que un día resulta corto,

y un lapso mucho más largo también puede resultar corto.

Por eso Li Bai escribió sus poemas, porque todo nuestro tiempo

puede ser apenas el instante de un parpadeo.


EL MÁS LARGO VIAJE

El más largo viaje, es el que hacemos hacia nosotros mismos.

Así partimos y vinimos. Así nos vamos dando y recogiendo.

Así te veo y existo porque tú me ves.

Es imperecedera la luz que nos prodiga el sol.

Es imperecedera la luz de nuestro propio existir.

Tiempo, espacio, y la multiplicidad.

Nunca dos cosas iguales, ni en lo alto ni en lo ancho,

ni en la piel ni en el corazón.

Nunca dos cosas iguales. El mismo amor que nos creó.

Tiempo, espacio: indisolubles, sin límites.

Simultaneidad y sucesión, instantaneidad y permanencia.

Aquí presentes, luego ausentes.

Aquí presentes, más allá también, más allá.

Aquí de súbito, y siempre.

En lo finito, como humanos. En lo no finito, transformados.

Aquélla que nos falta, aquél que nos falta, aquellos que somos,

¿qué distancias aún recorreremos hasta encontrarlos?,

¿en qué cielos y colores y sabores están?

A ellos también los guía un instinto,

van buscando con sus pasos y sus sueños.

En cualquier accidente, cualquier contingencia,

lo que podemos y debemos hacer:

cuanto es posible, cuanto parece imposible.

Animales y racionales a la vez, no solo el pan y el fruto,

no solo el agua nos alimenta, sino además la palabra.

Venidos de mujer y de hombre, hombres y mujeres a la vez.

Unidos a toda existencia, toda existencia nos habita.

Nada es solamente, ni extraño ni perdido.

El árbol que tiene sus raíces en el cielo, extiende sus ramas por la tierra.

A través de la ventana de nuestra habitación,

o al levantar la cabeza yendo por las calles,

o desde una celda donde nos han encarcelado,

vemos, en la hondura de la noche, las estrellas:

de ellas vinimos, a ellas llegaremos.

Nacer y crecer y nacer de uno mismo hacia el Ser inmenso,

para que el viaje de este mundo tenga fin.


SALMO

¿Sabes de cuando miro a lo alto y hallo la noche

y siento el viento y el frío de fuera,

y pienso si he ver el mañana, si mi sangre

seguirá fluyendo y yo podré despertarme y levantarme otra vez?

¿Sabes de mi diario andar y de cómo ahora

es más dificultoso, y si descansaré de esta opresión

y de lo que son las horas con ella?

¿Sabes de mis zozobras, de mis temores,

de que estoy ardiendo pero debo aparentar frialdad,

de que estoy loco pero debo aparentar cordura,

de que vivo enamorado y parezco indiferente?

Me escondo para llorar, y vago a lo largo de caminos sin fin,

por ciudades donde nadie me conoce ni me ve,

buscando, acezando, consumido por la fiebre y por la sed.

Perdí las llaves y la puerta de mi casa, la esquina y la calzada,

la rambla que bajaba al muelle, la cuesta que subía a la colina.

Soy el extraviado, ¿es que no lo sabes?

Y hacia lo alto, ¿cuándo ascenderé?

Y en el espesor de la materia, ¿cuándo alumbraré?

Es lo que te pregunto. Y no hagas tú como esos

que me dan la callada por respuesta.

En la pesadez, en la crudeza, en el sinsabor,

entre moles y partículas, ¿cuándo respiraré?

Búscame desde allá, de donde sea, de todas partes,

pregunta en qué lugar me encuentro.

Impulsame, guíame, y aquí mismo dame un apoyo

para el cuerpo, un trozo de tierra en tu tierra firme.


METRO TRIBUNAL, MADRID

Iba en la escalera mecánica del Metro

y a través de los corredores vino el sonido de una guitarra,

la voz de alguien cantando: «Tristeza nao ten fin».

A medida que la escalera se desplazaba hacia la superficie,

alejándome, su canto me perseguía:

«Tristeza nao ten fin, felicidade sí».

Salí afuera y recién terminaba de llover.

Al caminar, el aire traía un polvo de agua

humedeciendo mi cara, y a lo largo de las cunetas

corrían arroyos hacia los sumideros.

Al fondo, encima de los techos,

de un lado a otro, abarcando un gran espacio,

apareció la curva multicolor de un arcoiris.

En los jardines del Real Hospicio, sembrados

de botellas rotas, colillas y latas aplastadas,

un pequeño ciruelo abría ya sus primeras flores,

y más allá, en la plaza, el verde pálido de los renuevos

iba cubriendo las ramas de los álamos.

Alborotaban los gorriones.

Una bandada de palomas se echó a volar.

Era una mañana blanca, azul y soleada.

Era la primera mañana tras el largo invierno del Diluvio Universal.

La tristeza terminó, le dije, cuando tú empezaste a cantar.


EL CIELO DE UNA MAÑANA

Tal vez ya quedó atrás el enorme horror del mundo

y por fin llega este amanecer, donde el cielo

es de una belleza que largamente hemos esperado.

La lluvia nocturna limpió la ciudad

y al recorrer las calles todavía solas y en sombra,

por donde circula la brisa fresca moviendo geranios

en los balcones, haciendo girar molinos de papel

que los niños fijan en las barandillas,

sentimos que poco a poco nos invade la paz.

La luz es tan nítida, que hacia donde miremos,

formas y colores están exactos en su lugar, recién aparecidos.

Aunque estamos en otra latitud, lejana de la costa,

pasa una bandada de gaviotas en correcta formación.

Grandes viajeras, desde el Atlántico o el Mediterráneo,

remontando los ríos han venido a las tierras altas

para traernos el hálito del mar con sus vuelos y gritos.

Una urraca, blanca, azabache, sobre el prado reluciente,

como a los antiguos, nos sugiere un ser fabuloso,

hecho de hombre y de pájaro, y que expresa de ambos su naturaleza.

Tal vez el cielo de hoy no sea aquél

que se cernía con la guerra sobre nosotros,

y ya no crezcan los terrores que encogen al corazón,

no nos despierte de noche el aullido de las alarmas,

el tableteo de los helicópteros encima de las casas.

Después de la lluvia, no más lágrimas de espanto.

En la colina, asoma su fachada blanca entre los cipreses, una casa;

sobre ella se mueven las nubes,

yéndose y regresando, disgregándose y volviéndose a juntar.

En esa casa tal vez alguien nos aguarda;

podríamos subir por la ladera, hacia allá, sin prisa,

con nuestras pisadas acallándose en el blando suelo

de materia vegetal, húmedo, oliendo y masticando

una ramita de hinojo que hemos cogido al pasar.

Por alguna de estas aceras, entre el rumor de un mercado al aire libre,

al doblar una esquina, en cualquier barrio solitario y apartado,

tal vez nos sorprenda ese rostro que tantas veces imaginamos

o hallaremos la puerta que conduce al jardín

de eternos juegos y floraciones.

Ver, para siempre ver este cielo, su belleza, y sentir que no moriremos,

que nosotros no nos perderemos bajo la tierra.

PARA DESPEDIRSE

Con el mar y las colinas, con la tierra y el cielo,

la riqueza que podíamos desear.

Entre nosotros, el abismo que nos separó.

Este otoño, se cumplen dos años que no te veo,

y la Parca, con su rostro indistinto, sin género ni filiación,

me dice que mi tiempo se acaba,

debo irme de aquí hacia ninguna parte,

sin una barca, sin un río que cruzar.

Ahí se quedan, caminos por los cuales ya no andaré,

colores que no han de ver mis ojos,

aguas que no se han de escurrir entre mis dedos.

¿Sabrán ellos de mi ausencia, me echarán en falta?

Un hombre que solo tiene su amor y su dolor

¿dónde será recibido?

Cuántas casas, y ninguna es mi hogar.

Cuántas mujeres, y entre ellas no está

la que me espera y yo espero,

para abrazarnos una vez más.

Cuántos hombres, y entre ellos ya no veo al amigo

que amable se acercaba, sonriente,

haciendo bromas y simpáticos gestos.

Qué estrecho es el mundo. Qué corta la eternidad.

Este sol de ningún tiempo. Este viento de ninguna parte.

No iré yo ligero de equipaje. El bulto que llevo encima

me aplasta: la pura pesadumbre.

El que llega hasta aquí, más que solo,

está sin nadie, incluso sin su propia persona,

despojado de cualidades, propósitos y posibilidades;

quizás, le queda la conciencia,

o nada más que la desesperación.

El ser que me fue dado, y siempre iba

unos pasos por delante, ya no lo alcanzaré.

Ay de nosotros, yo me quedo sin él,

él, sin mí seguirá, pero desprendido,

al garete, sin vínculo ni raigambre.

Así, expuesto, será presa fácil de llantos y pesares

que lo romperán como un cristal,

lo rasgarán como un papel.

Conocí las secretas maravillas que la vida entrega,

y en esta última hora me acompañan:

la brisa enamorada, perfumada de jazmín,

demorándose dulcemente en mi cara y mis cabellos,

en una tarde quieta, de pronto, el rumor de buenos presagios,

y tu voz, llamándome por el nombre

que habías inventado para mí.

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