Allá donde mirábamos, ¡oh, mi amor!

el cielo nos envolvía en delicados presentes algodonosos

con lazos de porvenires desnudos de tempestades.

Nos creímos por siempre dichosos.

¡Tanto nos amábamos! ¡Oh, tanto, tanto!

Nuestros ojos enamorados podían alumbrar ciudades con solo pestañear,

nuestra pasión podía incendiar los más extensos bosques con solo rozarnos la piel,

la mía, blanca, muy blanca; la tuya, de miel, pura miel.

¡Cuánto nos amábamos! ¡Oh, cuánto, cuánto!

Hacíamos ruborizarse a la luna, hacíamos palidecer al sol,

¡Oh, mi amor!

¿Por qué fuimos tan salvajes amándonos? ¡El cielo nos castigó!

La ley de Dios no bendice a los amantes. Dios no sabe lo que es ese amor.

¡Qué dolor! ¡Cuánto, cuánto dolor!

¿Cuándo podré yo olvidar la tormenta que, contra todos los pronósticos, nos envió?

¿Dónde vaciar el tormento que me anega el alma de rencor?

De mis ojos jamás podrá escapar el rayo que te partió el corazón, ¡mi corazón!

¡Oh, mi amor!

¿Cómo podría yo perdonar a Dios?

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