–– No dejes de visitar el Oxford.
Si solo había visto la portada del libro o si intuyó por mi lectura la motivación de mi viaje, no lo sé; el caso es que la recomendación que hacía la pelirroja del asiento contiguo, era acertada. Aún sorprendido por su comentario, le contesté que claro que iría, que ni hablar de perderme el Oxford, el bar favorito del inspector John Rebus. Que yo quisiera conocer los lugares por los que se mueve Rebus, el policía inventado por el novelista Ian Rankin, me había valido, de boca de un compañero de trabajo, el calificativo de “mitómano”. Las guías de viaje son aburridas, le había rebatido, y añadí que las novelas negras eran guías de viaje en las que latía la vida de las ciudades que describen. La pelirroja me habló de un tour que recorría los lugares oscuros y misteriosos de Edimburgo, antes de disculparse por haber fisgado por encima de mi hombro. Se presentó como Margaret, profesora jubilada. Qué religiosos son los nombres de los españoles, me dijo al escuchar el mío. Podía haberle dado varias respuestas. Pero le confesé que Edmundo Paz me había pedido permiso para bautizar con mi nombre a uno de sus personajes; y que, para mi sorpresa, en su siguiente novela, el boliviano había cumplido su promesa: un sicario mexicano llevaba mi nombre. Mientras Margaret escribía la dirección del pub desde el que partía la visita, me pregunté por qué el novelista boliviano había decidido poner mi nombre a un sicario, unos segundos después de que nos hubiera presentado la relaciones públicas de su editorial. Margaret fue al baño y yo volví al libro que estaba leyendo. Que lejos estaba yo de saber que fue el libro quien me había elegido a mí.
***
La mañana estaba tristona. Los globos que colgaban del techo del pub estaban encendidos. Se reflejaban como flashazos entre los huecos que las botellas de güisqui dejaban en los espejos colocados al fondo del Royal Oak. Pregunté al hombre del mostrador por la gira que me había recomendado la profesora. Señaló a un tipo con un sombrero australiano, que por todo saludo echó un trago de cerveza. Debía medir casi dos metros. Se apoyaba, medio inclinado, en la pared sobre unas enormes espaldas, lo que propiciaba que su barriga pareciera aún más abultada. Me pareció un cruce grotesco entre los ídolos de la isla de Pascua y Cocodrilo Dundee. Unas nubecillas de espuma le bailaron en la descuidada barba, cuando me dijo que seríamos cuatro: una italiana, dos irlandeses y yo, si podía pagar las diez libras que costaba el paseo, claro. Soltó una risa aguda. Dudé un instante entre unirme a la masa de turistas que a esa hora ya abarrotarían la Royal Mile o aguantar a este voluminoso bufón durante dos horas. Pudo más que Edimburgo es una ciudad intrigante y misteriosa, con pasadizos y calles estrechas, a las que las turistas no acceden ni saben como llegar. Le di un billete de veinte. Del bolsillo de una sudadera escarchada de pelotillas de lana, sacó dos billetes de cinco libras escocesas–– solo válidas en Escocia––, y me los dio uno a uno, como si se estuviera desprendiendo de una mano. De regreso a su casa una noche, el inspector Rebus se había detenido en este pub a tomar una cerveza. Pedí una pinta y me senté en un rincón. Una pregunta rompió el silencio de mi mente: “¿cómo se llamaba aquella dichosa novela del boliviano?»
***
“Allí comenzó todo”, dijo el orondo guía a la salida del Oak, señalando hacia el final de Infirmary Street, la puerta al distrito médico de Edimburgo. Caminando por calles semidesiertas llegamos frente a la fachada ennegrecida de una escuela de medicina en la que, en el siglo XIX, se diseccionaban los cuerpos de ajusticiados. Cuando descendieron las ejecuciones, comenzaron los robos de cadáveres aún frescos en sus tumbas. Y después, los asesinatos. El hombrón sacó unos folios y leyó un texto. “Será cutre ––pensé––. Léelo directamente del libro”. La cita mostraba que Rankin, heredero de otro edimburgués, Robert Louis Stevenson, había actualizado a Jeckyll y Hyde en la primera novela de Rebus, la más angustiosa de la serie, en la que se descubría el oscuro y perturbador pasado del policía: Nudos y cruces, el libro que yo leía cuando me abordó la pelirroja. Dejamos atrás St. Leonard y la comisaría donde trabaja Rebus, y resollando, llegamos al extremo de Arthur´s Seat, un mirador de roca sobre la ciudad. El gigantón, como si fuera una soprano dirigiéndose al patio de butacas, dijo:
–– Me pregunto cómo ustedes que provienen de tres países de la Unión Europea en crisis, pueden permitirse venir a Edimburgo y pagarse este tour.
Si en aquel momento hubiese tenido una pistola, le habría pegado un tiro. Caería de espaldas al vacío, y yo le iría arrojando billetes de cinco libras escocesas, mientras los folios volaban. La lluvia que había comenzado a caer me despertó de la ensoñación. Él seguía allí, bajo un paraguas negro como el nubarrón que se había cernido sobre la roca; al fondo, la vieja Edimburgo resplandecía bajo el sol. Sentí entonces que el deseo de matarlo había sido real. Me tapé con la capucha del impermeable y agaché la cabeza, avergonzado. Me costó levantarla incluso cuando, ya caída la noche, daba cuenta en el Oxford de la tercera pinta de Deuchars Indian Pale, la cerveza preferida de Rebus. ¿Podrían los policías, parroquianos habituales de este bar, leer mis pensamientos? Una mano se posó en mi hombro. Me quedé helado.
–– La policía de Edimburgo es pertinaz. Termine su cerveza–– escuché.
Salí. Sombras espectrales cruzaban la calle bajo una lluvia pegajosa.
***
Dos años después, el noticiario de la BBC para Escocia informó del asesinato de un hombre en Arthur´s Seat. Junto al cadáver había aparecido un ejemplar ensangrentado de Nudos y cruces. Aún sigo preguntándome cómo descubrió Edmundo Paz el míster Hyde que hay en mí.
OPINIONES Y COMENTARIOS