Después de meses con mis ojos entreabiertos en aquella infinita oscuridad, en los últimos días sentía que mi cuerpo ya no me obedecía y hoy después de una pequeña siesta me había despertado cabeza abajo con las tripas jugando entre mis pies.
Me siento desubicado, ¿porque el silencio absoluto en el que había convivido con el latido de mi corazón se rompía?
Mi cuerpo se ha vuelto pesado y me acabo de percatar que el inmenso mar de mi gelatinosa burbuja ha comenzado ha desvanecerse, el líquido ha comenzado a menguar.
Que sensación más extraña, donde ha quedado mi paz, donde están las manos que calientan diariamente mi casita. Hoy tengo el pálpito que esto acabará pronto.
El viaje transcurre demasiado deprisa y comienzo a estar nervioso, golpeó las paredes del que ha sido mi hogar y sigilosamente tacto buscando el hueco por el que se escapa el licor de mi comodidad.
Siento miedo, escucho gritos, es la misma voz que siempre me habla, que me cuenta historias y que me entona melodías.
¡Por dios! Quiero ayudarla, pero aquellos gritos se han transformado en aullidos, así que, la tensión hace que me estremezca muy fuerte y cierre los ojos.
¿Dónde estoy? Siento frío, estiro mis extremidades, por primera vez puedo abrir mis ojos totalmente y se inundan de luz. Allí está ella, la mujer que me cantaba, la chica de los gritos, la que ahora acaricia mi mano y me coloca en su pecho. Siento nuestros corazones latiendo en el mismo segundo del reloj, papitando al unísono.
Nos miramos como si nos conociéramos de siempre, nuestros mirada lo resume todo, ella me ha regalado la vida y yo me quedo a bordo de este viaje para vivirla con ella.
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