Con un encargo de mi padre crucé un día de enero la cordillera.
Subimos con Arturo, mi guardián mapuche, el repecho hasta una diminuta planicie en donde campeaba, deshilada por los vientos, la de la solitaria estrella. Allí aguantaba el Retén del Resguardo.
Un policía, fusil en mano, medio vestido, nos dio la voz de alto. Invitados a desmontar, y al calor de un mate amargo y tortillas, informamos de nuestro cometido en el país vecino: viajábamos a comprar vacunos.
“¿Y en cuando güelven, eh chico? ”, El sargento 2º Gumersindo Gómez Chandía, jefe del retén fronterizo, situado en el paso de China Muerta, debía, saber la fecha de nuestro regreso, ya que si teníamos problemas con la Ley del otro lado de la Frontera, él avisaría a mi padre y a nuestras autoridades.
Trescientos metros más al oriente, el puesto policial del país vecino.
Mediada la mañana cruzamos la tierra de nadie, por una larga y sufrida pendiente, y luego la bajada, suave, arenosa y, a cada paso, menos fría.
Ya anocheciendo, hervimos algo de charqui con manteca, harina tostada y ají. Se cocinaba todo aquello con unas papitas y cebollas mientras desensillabamos los caballos. y luego a dormir bajo un cielo casi negro, cubiertos solo con los ponchos.
Sería medianoche cuando se derramó todo el cielo sobre nosotros. Sentados bajo los caballos, cubiertos por los ponchos, esperamos la luz del día.
A la hora en que nuestras sombras viajaban bajo los caballos, mientras cambiábamos de monta, almorzamos: un puñado de harina tostada, con agua fría del estero, una lonja de charqui y orejones de manzana.
Al otro día hallamos un buen piño de novillos indianos, gordos y medios salvajes, que pagamos al contado en pesos argentinos. Nos volvimos al tercer día.
Es muy duro arrear vacas domadas; mucho más duro el llevar, a pampa abierta y reseca, un rebaño de novillos montaraces. Corren de un lado a otro, se ocultan en los matorrales, se echan a la sombra de cualquier árbol, se escapan por agua o se niegan a caminar. Luego de seis días de este trajín, coleccioné numerosas ampollas y verdugones en manos, cara y posaderas.
Mientras el piño bebe, un agua fría y tumultuosa, ya a la vista del puesto de Gendarmería argentina, Arturo se sienta en la montura, cruza una pierna por sobre la silla y como cada vez que tiene algo serio que decir, empuja su sombrero hacia la frente, achica los ojos y sin mirarme me lo suelta.
“Y deaí, niño. Ya vió ya que nos sobran algunas vaquitas ¿nooo?”
Torció la cabeza para el lado de Chile y le dio otra chupada al cigarrillo. Junto con el humo y con cara de inocente: “Serán como diez. Vinieron escondías entremedio de las utras, pus don”.
Otra chupada al pucho: “Y… ¿cómo las vamos a degolvere? pus niño. Sufrirían re mucho solas por la pampa. Y eso de hacere sufrir, nues de chilenos, pus”.
Las “guías de libre tránsito” decían que podían cruzar la frontera solo quince novillos. Y recordé también que el muy autoproclamado “chileno” era, en otras circunstancias mapuche o “gringo” según le conviniera.
“Y vo, indio’e merda, me podís decir ¿cómo cresta se vinieron esas vaquitas escondías entre las otras? ¿Ahh?!!”
Y yo, más asustado que molesto, me vi de pronto en una cárcel argentina a mis trece años, acusado de abigeato, o peor, en una prisión chilena, preso por contrabando de animales.
“Mi taita nos va a matar, Arturo, por las de tu maire, indio ladrón. Nos van a sacar la mierda los gendarmenes. Y si los hacemos güeones, nos pillan los pacos. Me va a matar mi taita, ho.”
“Y deaí, ¿Qué? ¿Cuando no lo han güasquiao, cada vez que la caga, pus niño? Media noedá, pos. Haga caso, y deaí lo arreglo. Pegue un galope hasta el retén de los “ches”, ya los vieron cuando cruzamos. Y les da la guía, les ice dequi a la noche cruzamos, con la fresquita”
Volví con un uniformado para contar los animales: “Quince novillos gordos, marcados y señalados, y cuatros corderos, negros y sin señal, dos fletecitos de silla, dos de tropa y dos baguales pilcheros”, fue el extraño recuento.
Según Arturo, “hacía hambre”, así es que prontito, en cuanto ardió el fuego, lo mismo que los jotes al olor de la carne, se aparecieron los uniformados argentinos.
Uno de los borregos nos dio un suculento asado y un sabroso ñiachi, comida mapuche a cual me había aficionado: sangre coagulada con cebollitas picadas finas, sal y ají, todo crudo. Muy rico.
Dos botellas de grapa argentina pusieron el toque alcohólico de amistad internacional, e intencional.
Ya de tarde, oscuro y denso, se les vino el sueño a los guardias. Silenciosos, empilchamos, y como sombras bajo los ponchos negros de castilla montamos. Llevamos el piño, despacio, en silencio, hasta la barrera.
Arturo la levantó, sin hacer ruido y empujé los novillos por la senda de bajada.
A los trescientos metros la tricolor y sus escoltas, despiertos por los ladridos y el trotar de la tropa, se asomaban a la tierra fronteriza. Un estremecimiento de temor recorrió el piño, aleteó en los belfos de las cabalgaduras., pero no eran los ladridos ni la vacada lo que despertó a los policías: la tierra temblaba.
Los novillos, desorbitados los ojos y un bramar de miedo, se lanzaron contra las barreras espantados.
Bajo la lluvia, se eleva, terrorífico, en un bostezar de fuego y un venenoso hálito de gases, el despertado Llaima.
Lanzados detrás del rebaño ponchos al aire, los lazos borneando al viento y, pegadas al muslo derecho, las escopetas recortadas. Cabalgábamos en pos de la novillada y del viento cruzamos las barreras y entramos en la larga bajada hasta la seguridad de Las Casas.
Luego en casa…las explicaciones no se necesitaron, nadie las pidió… con un extraño sentido de la oportunidad, los novillos que se vinieron escondidos entre los otros, se dispersaron por los campos cercanos a la ruca de Arturo.
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