Hasta empezar el viaje

Hasta empezar el viaje

Sergio Alonso

23/08/2017

El tren llegó a la estación y se detuvo al fin. De nuevo experimenté ese cosquilleo invulnerable que había acompañado a la mayoría de pensamientos respecto al viaje que pronto tendría lugar.

Subí a mi vagón con paso tembloroso. Podía sentir el peso de la gravedad sobre mis hombros y una fuerza electromagnética que me obligaba a doblar esfuerzos para levantar los pies del suelo. Encontré mi asiento, custodiado por una maraña de piernas y gestos impasibles, de rutina y aburrimiento inclemente. Me abrí paso entre disculpas y zancadas de nimio diámetro hasta dejarme caer sobre el acolchado desgastado de un asiento cuya novedad había caducado años atrás. Con escasos movimientos conseguí acomodarme y, cuando encontré la postura, la máquina empezó a andar, al principio con esfuerzo y quejas en forma de férreos chirridos y bocinas hasta que, dejando atrás la estación, alcanzó la velocidad que merecen los viajes como ese.

La ventana quedaba a mi izquierda, a la derecha de un gesto gris centrado en su teléfono móvil —que tenía yo en frente—. «Qué poco queda para empezar el viaje, ya estoy en el tren», recuerdo haber pensado. Estaba a escasas horas de mi primer destino. El sol se zambullía despacio en el horizonte mientras yo pensaba en lo increíble que iba a ser mi viaje. Me entusiasmaban muchísimo todas las posibilidades que me ofrecía el lugar al que me dirigía. Decidí lanzar una mirada inocente a mi entorno, para comprender qué me rodeaba en aquel momento, con quién compartía ese instante. Todo eran caras lúgubres, impasibles, con la misma expresión con la que un verdugo miraría a su víctima. En cierta medida esos rostros me contagiaron cierto desánimo en forma de realismo: no podía entusiasmarme por lo bueno que sería mi viaje si aún no lo había vivido. Comprendí que todo lo que había hecho era proyectar recuerdos de otros viajes o experiencias de mi ciudad natal que me habían entusiasmado en su momento sobre la idea de lo que sería mi aventura.

A modo de defensa para protegerme de la negatividad, dejé la mente en blanco mirando por la ventana hasta fijarme en una bandada de pájaros semejantes en apariencia al mirlo pero de mayor tamaño. Pensé en todo lo que podrían haber visto esos animales sin, quizá, ser conscientes siquiera de su propia existencia y mucho menos de los lugares y la belleza como concepto. Cuán desaprovechada podía ser una vida que había presenciado tantísima belleza, en su forma más natural y sincera, y ni siquiera había sido capaz de percibirla como tal. Sin embargo muchísimas personas son testigos de grandes muestras de belleza sin ser conscientes tampoco. Me cuestioné qué sería peor: evitar la belleza siendo consciente de su existencia conceptual y de la capacidad de percibirla, o no ser capaz de ello, existir simplemente, sin pretensiones de interpretar lo bello ni llegar a entender nunca la consunción de lo artístico.

Qué abstracto el arte —pensé, a su vez—, que se manifiesta en todo y en nada a la vez, dependiendo de su observador. La puesta de sol que presenciaba era artística: la paleta cromática que pintaba el sol en el cielo mientras la luna empezaba a imponerse; la velocidad de los objetos en relación a su cercanía con el tren; todo el mosaico en movimiento, la obra de teatro inanimada que se representaba con tanto júbilo ante mis ojos… todo era arte no artístico; arte natural, no humano.

Y mientras yo lo apreciaba y divagaba, nadie más miraba la ventana durante más de unos pocos segundos. ¿Sería realmente arte? ¿sería yo el único capaz de percibirlo? ¿sería el único con intención de percibirlo?…

En ese momento comencé a dilucidar sobre la intención y la capacidad y creí que la única diferencia entre ellas es el tiempo, la finitud de la posibilidad. La capacidad sería intención puesta en práctica y, para ponerla en práctica, haría falta saber que no cabría la posibilidad de hacerlo durante toda la eternidad.

Curioso concepto el tiempo —pensé entonces—. Lo que me llevó a recordar las palabras de Henry David Thoreau: «No podemos matar el tiempo sin herir la eternidad.»

Acallé mis pensamientos unos instantes y recapacité. Miré por la ventana y ya había oscurecido por completo, caminé hacia atrás por mis pensamientos y recuperé todo el proceso mental que había tenido lugar en mi cabeza y me inundó una sensación de ingenuidad inofensiva. Sonreí inexorablemente por entender que había estado esperando llegar a mi destino para empezar mi viaje, cuando mi viaje había empezado con ese primer paso en el tren. No tenía que matar el tiempo, no tenía que envidiar a los pájaros ni proyectar recuerdos sobre lo que esperaba que fuera a pasarme en otros destinos; todo lo que debía hacer era relajarme y disfrutar del viaje que, definitivamente, ya había empezado.

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