Es miércoles en la madrugada.

El interior del avión está en penumbra. El espacio está abarrotado por unas ciento cincuenta personas con trajes oscuros de diferentes tonalidades, la mayoría durmiendo con las capuchas de la chaqueta empotradas o apoyados en almohadas para descansar el cuello. Desde mi rincón en el 12A, encasillado incómodamente entre el asiento y la ventanilla, calculo y estimo mientras observo el pálido destello de la señal de “no fumar”.

Treinta y cinco pasajeros dedicados al rubro minero – en la oscuridad sus cabezas se encienden desprendiendo una tenue luz neón anaranjada. Setenta y un por ciento del total pertenecen al segmento corporativo – la cabina irradia un brillo azul uranio al tiempo que, en forma dispersa, los rostros somnolientos se iluminan como ampolletas en el árbol de navidad.

Nueve por ciento viaja por razones personales – una luz verde que aparece acompañada por un suave “tuuuung” acampanado.

Veintitrés por ciento percibe un ingreso superior a cuatro veces el sueldo mínimo. Noventa y tres por ciento ha contestado al menos un correo electrónico dentro de las últimas 24 horas. Quince pasajeros se realizaron un chequeo médico dentro de los últimos tres meses. Al ocho por ciento no le gusta la cebolla, sesenta y seis por ciento ha soñado que vuela al menos una vez en la vida. Destellos de colores se suceden uno tras otro como en un espectáculo de fuegos artificiales silencioso, sólo acompañado por el metódico zumbar de las turbinas. Rosa, amarillo fluorescente, anaranjado, blanco, violeta.

El cien por ciento trae consigo un teléfono celular. Al son de un acorde bajo de órgano, todas las cabezas brillan al unísono en un tono rojo carmesí, terminando con la orgía de colores como quien da fin a una liturgia.

Mi niño interno se ríe por la travesura realizada. Satisfecho, me arrellano en mi asiento y vuelvo a la revista corporativa: las acciones de Tesla acumulan a la fecha un sesenta y tres por ciento de alza…

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