El avión está a punto de despegar con destino a Buenos Aires. Han pasado treinta y siete años. Soy Laura P.

Esa fatídica mañana mi bebé toma su biberón, jugamos y nos reímos. Estoy recogiendo las tazas del desayuno. Lo cotidiano se interrumpe, fuertes golpes y gritos en la puerta de entrada me sobresaltan: «¡¡El Ejército, abra la puerta!!». Más patadas y gritos. Asesinatos, torturas, desaparecidos, todo viene a mi memoria en un instante. Corro por el pasillo, mientras mi pequeña también sale llorando. No puedo pensar. Intento saltar el paredón de atrás, veo a Celeste, mi vecina, escondiendo a mi hija en su casa. Escucho un disparo. Los demás vecinos a puertas cerradas.

Soy apresada y obligada a fuerza de golpes a entrar en una furgoneta, me vendan los ojos y me atan las manos. Lloro y grito desesperada pidiendo clemencia por mi hija, mojando la venda que me cubre los ojos. Calculo que anduvimos unas quince o veinte cuadras. Se detienen unos minutos y regresan con otra persona, no escucho su voz, solo la de ellos, no entiendo lo que dicen. Creo que son cuatro o cinco militares. A golpes e insultos nos tiran en el suelo de la furgoneta.

Llegamos a un lugar, a empujones y más golpes nos meten en lo que parece ser una casa. Aún sin ver, presiento donde nos llevan, a uno de los llamados Campos de Concentración, que los militares represores adueñados del gobierno y de la vida de la gente tienen diseminados por toda Argentina.

Al otro día me interrogan, me insultan y humillan como mujer, uno de los torturadores me pone una pistola en la cabeza y aprieta el gatillo, dice que le cuente todo lo que sé. Juro llorando que no sé nada, que es un error, eso enfurece aún más al torturador. Me golpea en la espalda, que trate de recordar, que si no será mucho peor.

Se escuchan gritos de dolor durante la noche. «Agua señor, por favor» «Un trozo de pan, señor». Convivimos en condiciones infrahumanas unas veinte personas. El número varía conforme se van unos y vienen otros. Hay que estar siempre acostados boca abajo, con los ojos vendados, sobre un colchón maloliente, con manos atadas a la espalda. A los hombres les ponen las esposas. Nos vigilan todo el tiempo. No se dejan escuchar por momentos, pero nos vigilan, cada movimiento. Tienen cuatro turnos, aprendí a reconocer las voces.

Hoy trajeron a un chico nuevo, casi un niño, lo tuvieron colgado de los brazos y sumergido en un pozo de agua, luego toda la noche de pie, desnudo y esposado, atado al lado de mí. Lo golpearon brutalmente. Cada tanto entraba uno y lo golpeaba, porque estaban aburridos. Pasamos hambre todo el día y no nos dan agua. Una sola vez al día nos llevan al baño, es humillante, los guardias nos observan e insultan. Nos permiten bañarnos cada veinte días, estamos muy sucios, no nos dejan lavar las manos. A los hombres los mojan con mangueras, como si fueran animales.

Esta mañana se llevaron a Elizabeth C. una chica de 26 años y a su novio. Escuchamos que habían sido encontrados muertos, en un supuesto «enfrentamiento». Todos sabemos que fueron asesinados.

Es tal la desesperación que cuando los guardias entran y preguntan quién quiere ser trasladado, algunos dicen: «¡¡Yo quiero!!! ¡por favor llévenme!!» Ni imaginan su destino, creo que ya no les importa. Solo pienso en mi hija, me da fuerzas para seguir viva.

Un día sucede un imprevisto, entra un militar, a gritos pregunta: «¿Hay alguno que sepa entender el idioma de los gringos de mierda? ¡esos que hablan inglés!!» Digo que puedo hacerlo, el corazón me late muy fuerte. Me llevan con violencia a una habitación, me quitan la venda de los ojos. Me duele la luz que entra por la pequeña ventana, me echan agua fría en la cara y me dan un trapo sucio para que me seque. Los militares están encapuchados. Cada dos o tres días me llaman para traducir noticias que llegan del exterior. Cuando acabo, vuelven a vendarme los ojos y atarme las manos. Todo sigue igual.

Anoche trajeron a Eugenia R. Está embarazada de siete meses, le aplicaron picana eléctrica en el vientre. Un mes antes de dar a luz, le permiten caminar alrededor de una mesa con los ojos vendados. El día que nace su hijo es «asistida» por los guardias, no dejaron que la acompañe, fue terrible. Del bebé se adueñó uno de los represores. Uno más de miles de niños que arrebatan sin piedad a sus madres. No se puede hablar, un día me descubrieron y recibí castigo Me dejaron desnuda, un chorro de agua fría me caía en la cabeza, horas y horas.

He pasado casi tres años en cautiverio en diferentes lugares. Esta mañana vino un enfermero y me dio una inyección. Dos soldados me llevan arrastrando, me suben a un vehículo, no sé bien qué es, tengo mucho sueño, el ruido del motor es muy fuerte. Luego gritos «¡¡Salte, vamos, salte maldita sea, hija de puta!!» Apenas puedo darme cuenta de lo que pasa, «¡¡Salte!! Bueno, ¡Entonces te vamos a ayudar!». Risas e insultos. Imploro: «¡¡Por favor, no!!». Es el llamado Vuelo de la muerte, desde un avión obligan a las personas a saltar al mar. «Esto te pasa porque tenés mala memoria, no nos quisiste contar nada!!!» Veo la carita de mi hija. Me empujan, no recuerdo más.

Sentía un frío atroz, temblaba, estaba sola, mi cuerpo sobre la maleza, no me podía mover, no tenía fuerzas. «¿Me habían liberado?» Estaba viva. Me encontraron dos muchachos al anochecer. No podía hablar, no tenía aliento ni para decirles mi nombre.

Nos preparamos para aterrizar en el aeropuerto de Ezeiza. Me invaden sentimientos inexplicables. Solo me espera Ana L. periodista y mi amiga de toda la vida. Nos abrazamos. Es primavera en Buenos Aires.

─¿Cómo has estado Laura?

─Sobreviviendo, Ana, sobreviviendo..

Fin.

En memoria de las treinta mil víctimas.

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