Sevilla en el corazón.

Sevilla en el corazón.

Adriana Díaz

05/08/2017

Los primeros meses fueron de llenarme los ojos de maravilla. Los campos de girasoles, las aves en Doñana, la esperanza de ver un lince, los vientos africanos, el olor a azhar y a incienso, los cielos azulísimos sin nubes, el atardecer en el Guadalquivir, las mujeres en tetas en la playa… fuera de mí, en mi nuevo entorno, era todo tan diferente que me distraje de lo que pasaba en mis adentros.

No había logrado asimilar que estaba tan lejos de todo cuanto conocía, y cuando por fin, a seis meses de vivir en Sevilla, cesaron las novedades y los largos trámites para iniciar mi nueva vida, una sensación de irrealidad se apoderó de mi. Tenía la sensación de estar soñando sin poder despertar. No podía ni pensar en hacer amigos o conseguir un empleo, y mi vida a primera vista se volvió demasiado tranquila.

Acostumbrada a la gran ciudad, vivir en Bollullos era para mi como mudarme a una pecera después de haber vivido en el mar. Pero a pesar de la pretendida calma de mi pequeño pueblo, mi pequeña rutina, y mi nueva y pequeña vida, mis corrientes submarinas nunca estaban en calma.

Me senté en el suelo del salón, con los ojos y oídos muy abiertos en medio del silencio denso de la hora de la siesta. No estaba acostumbrada a dormir pero ante la falta de algo que hacer solía encender una vela y meditar, más para evadirme que para conectarme conmigo misma: siempre tuve predilección por el trance.

Respiré profundo y como me lo venía repitiendo cada mañana desde mi llegada sin llegar a sentirlo, me dije a mí misma: «Estoy aquí». Tan consciente era de que mi ser se había partido de múltiples formas, que sabía que tenía que seguir cobrando consciencia de que éste era ahora mi nuevo hogar.

Desde que vine acá, no podía volver a percibir la vida desde un sólo ángulo. Las comparaciones entre lo que yo creía que era la vida cuando no conocía otra cosa que mi México, y lo que España me sugería, me hacían permanecer nuevamente con los sentidos alerta, como un niño que recién descubre el mundo: Allá, ese sol que te llena de vida, aquí, que casi te la quita; allá, las tormentas eléctricas en medio del calor del verano; acá la lluvia invernal, de gotitas imperceptibles pero constantes…

– Acá le llamamos chícharos a las judías.

– Pues allá le llamamos chícharos a los guisantes.

– ¿Entonces cómo llaman a las judías?

– No hay judías.

– ¿Y qué hacen los judíos?

La verdad es que me divertía mucho, no es que no fuera feliz… es solo que en ese vaivén de ideas perdí esa espectral pero sólida ilusión de ser algo, o alguien, y descubrí que mi vida estaba hecha de humo, salpicada tal vez por una que otra cosa genuina. Y que todo aquello que era verdadero, estaba dentro de mi. Y no era mucho, pero por fortuna nadie me lo podía quitar.

Llegué a mi nuevo hogar con sólo un escaso puñado de tesoros intangibles, de esos que la vida te regala y que son irrenunciables.

Aquella certeza era suficiente para empezar, pero había aparecido en mi vida un gran hueco desde que la distancia hizo esfumarse a los pretendidos amigos, las falsas creencias sobre mí misma, las cicatrices que creí que tenía, las personas que fingían amarme, las máscaras que me habían colocado los otros con su admiración o sus expectativas y que creía encarnadas en mi verdadero rostro… Es increíble lo mucho que uno puede llegar a echar de menos las cadenas que ni siquiera sabía que portaba.

Y es que en este inmenso hueco se había creado espacio vacío, nada más y nada menos que la materia con la que se construye el universo, según dicen. Y en el medio, flotando como estrellas, mis solitarios tesoros, y yo, intentando trazarme un nuevo sentido con los rayos de sol que se filtraban por la ventana formando un símbolo invisible, igual que me sería invisible una constelación si la estuviera observando sentada en una de sus estrellas. Todo tenía un sentido, pero por un problema básico de perspectiva, no me era posible intuir el significado de mi propia existencia.

Las motas de polvo flotaban infinitamente frente a mi vista, como flotan por cada centímetro del aire sin que nos percatemos que existen, como un recordatorio de que no hay espacio vacío, que aun en el silencio de la noche flota en secreto el rocío mientras se aproxima en su danza a la flor antes que amanezca. Lo mismo me comunicaban los grillos; cantando su canción imperceptible en medio de la serenata vespertina de coches, pasos y voces, parecían repetir solidariamente «estamos aquí, aunque no te des cuenta».

La hora de la siesta tocaba su fin. El ambiente se iba enfriando, y la atmósfera, llena ahora de mí, de mis inspiraciones y mis energías, seguía cambiando. La vida se manifestaba segundo a segundo. Donde parecía haber tranquilidad y silencio, habitaban vidas pequeñas, autónomas, pero acompasadas con el ritmo de las vidas más grandes y complejas. Siempre esta pasando algo. Y sin darme cuenta, yo ya era parte de ese algo. Y ese algo se había ya vuelto parte de mí. Casi tan imperceptible como el canto de los grillos, pude escuchar la canción de mi corazón, que vibrando muy suavemente decía: «yo también ya estoy aquí.»

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