Viaje al canto del mirlo

Le parecía increíble su sonido. Nada de dinero, ni de maletas. Sólo tenía que tumbarse en la hierba fresca y escuchar. Y así comenzaba su viaje.

Primera parada en las nubes, de día. Segunda en las estrellas, de noche.

Le silbaba y siempre respondía. Que siempre le respondía.

Amanecía un nuevo día y ahí seguía, dispuesto y a la espera. Paciente.

Porque siempre estaba. «Siempre siempre siempre». Siempre.

Prefería un mirlo a un viaje o a un perro. Porque no tenía que aguantar sudando largas colas en el aeropuerto y en cambio, le trasladaba más lejos. Ni tampoco tenía la obligación de pasearle por la calle, ni de lavarle, todo lo contrario, el mirlo lo aseaba a él, sobre todo la cabeza.

El caso es que no le decía nada. Pero se lo decía todo. Cerrar los ojos y escuchar. Nada más.

¡Y cómo se movía por la hierba! De salto en salto, a trompicones, que parecía que estaba de guasa, pero qué va, sólo que iba como la vida misma: a salto de mata.

Por tanto él se decía ¿yo?..¿viajar lejos?…¿para qué?…¿Por qué buscar tan lejos lo que uno tiene al lado? ¿O mejor dentro?

Lo único malo de todo aquello era, cuando se pasaba el periodo vacacional, aguantar el tostón de los demás ¡ufff!… ¡Que si yo viajé a Marruecos! ¡Pues yo anduve por Nueva York! ¡Sí, aunque como Bangkok no hay nada! Y él giraba la cabeza de uno a otro a ver quién daba más. Pero cuando llegaba su turno y le preguntaban mirándole todos con cara bobalicona, no se achantaba y respondía: yo he estado en el único lugar del mundo donde se puede escuchar una música sobrenatural, casi casi celestial. E inmediatamente se iba de allí dejándoles a todos discutiendo sobre el lugar geográfico más alejado y extravagante. Y se partía el culo de la risa. Y retornaba a sus vacaciones impolutas y a su viaje perenne: ¡venga! ¡a tumbarse de cara al cielo! ¡y a vivir de cara adentro! Y empezaba a dejarse provocar, por su pico naranja y su plumaje negro.