Mientras cruzo la puerta del aeropuerto solo puedo escuchar el retumbar de los latidos en mi pecho, y alguna que otra frase en alemán, que no consigo entender. No me importa en realidad, lo único que quiero es verle, abrazarle, sentir su olor y escuchar su voz. Por eso he viajado hasta Alemania, por ese olor.
De repente veo una sonrisa que me resulta muy familiar y unos ojos verdes que iluminan la habitación. Solo puedo pensar en caminar más deprisa, en llegar cuanto antes para poder abrazarle. Mis piernas tiemblan con tanta fuerza que tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poner un pie delante del otro. Cada paso se me hace más eterno que todo el viaje hasta este momento, con el que he soñado tantas veces los últimos 8 meses.
Siento que las comisuras de mis labios van a rodear mi cabeza hasta unirse, y no veo a ni una sola de los cientos de personas que se aglutinan a mi alrededor, excepto a él.
Por fin, solo un paso más. Me abraza. No sé si lo que siento son sus latidos o los míos, no distingo sus brazos de mi espalda o mis labios de los suyos. Solo pienso «Han merecido la pena».
Han merecido la pena las horas de coche, las de espera en el aeropuerto y el vuelo interminable. Los largos 8 meses, las noches sola y las eternas llamadas de teléfono. Todo para llegar a este momento que parecía tan lejano, que tantas veces pensé que nunca llegaría.
Nos separamos. No sabría decir cuanto tiempo hemos estado abrazados, tal vez años. Veo de nuevo esos ojos que tanto me gustan, y ya no recuerdo que estaba profundamente triste por tener que irme dentro de tres días. Ya no recuerdo que no podía esperar para sumergirme en esta ciudad tan particular, ni las ganas que tenía de recorrer sus calles, probar su comida y conocer a su gente. ¡Qué diablos, ni siquiera recuerdo mi nombre!
Me ayuda con la maleta, muy posiblemente porque ve que yo no puedo ni cargar con mi bolso en estos momentos. Me ciega el sol en la cara, lo que no me importa demasiado porque en realidad no estoy mirando por donde camino, y sigo como flotando en una nube en busca de un taxi.
De repente, como una bofetada en la cara, aparece ante mi una ciudad. Düsseldorf. Sé que nunca olvidaré este viaje, este momento. Me siento como si hubiese visto en blanco y negro toda mi vida, hasta ahora. Por un segundo olvido como he llegado hasta aquí y por qué he venido. Solo puedo ver a la pareja que delante de mi se reencuentra, a una anciana peleando con su equipaje a la que corre a ayudar un chico de no más de dieciséis años, y… música. ¿De donde viene? Busco con ojos y oídos, y al fin lo veo.
Un hombre con el pelo blanco y manos callosas, tan robusto que creo que si saltase temblaría el mundo. ¿Cómo es posible que esa música tan delicada y armoniosa surja de esas manos? Acaricia con dulzura un teclado colocado justo detrás de un sombrero lleno de monedas. Con cada tecla que toca se me estremece el corazón, no se muy bien si por emoción o por temor de que se rompa y pare la música. Me acerco. Cojo mi cartera en busca de unas monedas que sirvan para demostrarle a ese hombre que ha hecho mi vida un poco más feliz y tras su sonrisa, me doy la vuelta buscando al hombre de los ojos verdes. Le cojo la mano, lo acerco a mi y bailamos. Siento cientos de miradas fijas en nosotros, pero no me importan lo más mínimo.
Otra vez esta sensación, este olor. No sé donde acabo yo y empieza él, y sé con certeza que me gustaría parar el tiempo en este baile, que no me importaría renunciar al resto de mi vida si con ello pudiese quedarme eternamente en este momento. En esta canción. Bailando para siempre en las calles de Düsseldorf.
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