“Mire maestra, es mejor que aquí no se pelée con nadie. Usté no es de este pueblo. Este es un pueblo de brujos. Si le cae mal a alguien, si los ofende sin querer, la cosa se puede poner fea. Aquí la primera causa de muerte son los balazos”. Yo miro por la ventanilla, ¿qué puedo decirle? He pasado dos semanas en la capital, tratando de volverme a adaptar a una ciudad amada y odiada en la misma medida, donde subir al metro o regresar a tu casa del trabajo pueden ser retos infranqueables.
Y ahora tengo nuevamente que acostumbrarme a lo que recuerdo, y más difícil, a lo que es la realidad de lo que recuerdo: dar clases ocho horas diarias, estar a temperaturas veraniegas en pleno invierno, cambiar de dieta por completo, trabajar en el monte, casi a campo traviesa, con estrellas y atardeceres maravillosos, pero también con hormigas y mosquitos invisibles. Encantada siempre, aterrorizada, siempre, sorprendida siempre…
¿Quién en Barcelona me va a creer lo que veo y lo que oigo en este pueblo perdido de la sierra de Guerrero? Cuando mucho, lo más que habrán oído los catalanes de esta parte de mi país es el nombre del puerto de Acapulco y eso está como a cuatro o cinco horas de camino desde aquí.
Viajar seis horas en un autobús que sube las curvas de la sierra, ser comida novedosa para los mosquitos, no es lo mejor, pero este paisaje precioso, esta gente, estos ojos… ¿Soy de aquí o de mi casa con vista al azul embriagador del Mediterráneo? Empiezo a perder la sensación de pertenencia o quizá, sólo es que yo ya le pertenezco a las dos partes.
Es que este lugar es mucho más que una construcción precaria. Es un centro cultural en medio de la sierra guerrerense, donde personas de todas las edades, pero sobre todo jóvenes y adolescentes, aprenden a tocar la música tradicional de su tierra, aprenden a bailar danza regional y montan obras de teatro de autores calentanos. Es un lugar donde aprender qué es lo que se puede ser y hacer.
Este es el único lugar en el que estos chicos se pueden acercar al arte y a los conflictos existenciales que les preocupan, es un semillero de ideas. Pero, es que basta oír las historias que cuentan los alumnos y el maestro Josafat, para darme cuenta de que este centro también es mucho más que eso.
Sentados alrededor de una fogata, que aquí no son para dar calor sino para ahuyentar mosquitos, Don Josafat nos cuenta que un día en el pueblo que se llama San Juan de la Escalera, se acostumbraron escuchar todos los sábados un disco de long play, que había editado la universidad de Guerrero, con los corridos de amor de la región. Que los de un pueblo vecino pidieron el disco prestado, y que el dueño, en mala hora, lo prestó. Que no lo regresaron nunca y los de San Juan de la escalera amenazaron de muerte al dueño y que ese pobre hombre, al no poder encontrar otro disco por ser una edición especial ya agotada, se tuvo que ir a Estados Unidos de inmigrante ocho años para que no lo mataran. Que, después de esos ocho años, creyó que podía volver, pero tres días después de su regreso apareció muerto. Yo creo estar alucinando.
Después, está la otra historia, la otra forma de violencia que vive mi país, esa que desgarra familias enteras, aunque no se llame igual. La inmigración ilegal que tanto preocupa a los gobiernos de países desarrollados y que tanto daño causa en los países que pierden sus fuerzas de trabajo, sus padres, madres e hijos, que destroza familias y que poco o nada salen ganado.
Así que, sólo aquí, en este centro, algunos de estos muchachos encuentran lo que nunca han tenido, hablan de las cosas realmente importantes para ellos, sólo aquí encuentran un lugar para refugiarse de la violencia de esta tierra, sólo aquí se ríen, sólo aquí son quienes quieren ser. Sólo aquí.
Es un lugar donde se reúne lo mejor y lo peor de mi país: el talento natural de mi pueblo para el arte, su sensibilidad única, la mala preparación e infraestructura para desarrollarlo, los problemas sociales más graves, la solidaridad y la hermandad típica de mi país, la deliciosa cocina y la belleza natural junto a la precariedad y a nuestra costumbre de construir ciudades destartaladas desde su nacimiento. Lo mejor y lo peor de nosotros. Todo.
Viajar me hace ver a mi país de otro modo. Lo difícil es amar a México cuando tiene tantas maravillas dentro de tantos dolores, pero más difícil es dejar de amar a esta Barcelona que nunca me ha cuestionado como parte suya, que me ha enseñado que no se necesita de la histeria ni del estrés para ser productivo y vivir. Desde esta ventana pude ver mi país desde otro punto de vista, pude vivir con la libertad que quería, y pude comprender mucho más profundamente lo que somos.
Somos un pueblo que lo sabe todo y lo ignora todo, que no tiene nada y no le tema a nada. Desgarrados, dignos, llenos de dolor pero cantando, hechos de maíz, de hambre y de color. Como si nunca hubiera una realidad mejor que ésta, enamorados de nuestro pasado, listos para dar la vida por él, aunque nuestro presente sea “casi” una mierda.
Compuesto de las aberraciones que siempre guardan un lugar para la poesía, es el país que construye lo nunca llega a ser, que es la ruina de lo que nunca fue. Como un amor que, a pesar de saberse imposible, sigue peleando por vivir; como quien se niega rotundamente a la eutanasia, como esta cosa que nos oprime y que no es más que el impotente dolor de la indecisión.
Ir y volver siempre tiene consecuencias.
Barcelona, febrero de 2006.
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