El primer vuelo de un águila

El primer vuelo de un águila

Eliana P Torres

31/07/2017

Allí estaba yo, parada frente al inspirador ventanal de un aeropuerto, sumida en el frío capitalíno de Bogotá y el calor entrometido de la ansiedad ante la expectante experiencia de volar. Volar por primera vez. Me esperaba otra tierra, seis países mas arriba en el mapa de America, otro idioma, otro mundo entre nieve, bosque y animales salvajes.

En mi mano tenia el pasaporte de escape a otra realidad, una realidad fantástica, misteriosa, aventurera. Un escape, eso es lo que todos buscamos cuando derrepente quedamos atrapados entre nuestras 24 costillas. Al cabo de 9 horas y de 2 vuelos perdidos, me encontraba desempacando mi equipaje; un poco de fuerza, valentía, independencia y sobriedad que por alguna razón se había colado entre mis corótos.

Una nueva rutina inició, pronto los colores de ese momento se matizaron sobre el lienzo de dos meses largos y algo adentro del pecho me decía que las alas del avión no eran suficientes para volar, aun estaba allí. Encerrada en otra jaula, pero encerrada. Nada parecía suficiente, todo era rutina, el mismo ritmo, el mismo campo, la misma voz en mi cabeza, con su mismo tono requirente repitiendo su misma queja.

Parada en el borde de una roca que amenazaba con lanzarme al fondo del Yellowstone Canion, lo vi todo. Mi pasado, mi presente, mi futuro, todo allí en una premonición que me envolvió como una ola en el discernimiento de aquella fantástica y afortunada ensena frente a mis ojos. Era el polluelo de una bold eigle en su mejor intento por saltar al vacío y en una definitiva y arriesgada desición, renunciar a su cálido y cómodo nido. Un nido que durante de cuarenta años, había acobijado mas de 10 generaciones.

Allí estaba ella, parada al borde del precipicio, a la distancia de una decisión, de un riesgo, de la osadía de lanzarse al vacío, en una cita con la vida o con la muerte; ambas feligreses de la libertad. Allí estaba yo, expectante, emocionada, melancólica, solitaria, silenciosa, adormecida con el arrullo del viento y su fino silbido, con la majestuosidad del abismo, hermoso pero fatal, irreal en sus tonos inventados, acogedor en su tranquilidad, aterrador en sus noches, mágico en su cielo infinito que de momentos se reflejaba en aquella profundidad.

Diez días más suicidados en el calendario y un ataque de anarquía me llevo a escapar. Me largué, dejé la responsabilidad y la cordura tirada en el trabajo y me metí en los bolsillos el inspirador recuerdo de aquel polluelo emblemático, un poco de rudeza, de coraje y un par de ojos negros que me servían para soñar, para vivir en otro color, para volar siempre, para largarme algunas veces.

Cinco horas más tarde la noticia llegó como un cuervo mensajero entre el bosque del aquel paraíso… «You both are fired». Una sensación de vació y plenitud me invadía, una sonrisa se me dibujaba en la cara reflejando otra que me copiaba al tiempo. Las mariposas en el estomago revoloteaban asustadas pero felices, creí que me sentía enamorada por aquel síntoma reportado tantas veces por los amantes y allí estaba ella. Mágica, eterna, seductora y ciega, era su locura y mi libertad.

Nos esperaba una noche corta y embriagada de suspiros bajo un cielo de luto, iluminado por agonizantes estrellas que con gritos de luz pintaban aquel paisaje, querían ser arte, recuerdo, deseo, fé y lo lograron. Un lugar en la memoria, un bello recuerdo de su camino a la muerte me quedo en la memoria, marcado como el vientre de un ser humano. Ese recuerdo fue el ombligo de esa historia.

El día siguiente nos esperó ansioso, cargado de tareas; desde empacar nuestro equipaje hasta deshacernos de las cosas que siempre son útiles hasta que no queda espacio para cosas inútiles. Salimos del parque sin, dinero, sin un plan, sin nada mas que la esperanza, la fé y el temor disfrazado de un positivismo que combinaba con los mismos ojos negros, la misma curva rosa en la sonrisa del portador de esa mano tibia que nunca me soltaba, esa mano divina que se pone un guante humano para comunicarse con nuestra fragilidad de mortal.

Emprendimos el camino, los pies habían contado ocho millas bajo el sol enérgico de una carretera «gringa», de esas que no conciben en su estrecho egoísmo un anden para transeúntes, para un par de «ex-empleados de intercambio cultural- del Yellowstone National Park», para un par de extranjeros que se ven como lunares en medio de un paisaje lleno de pradera y autos fantasmas que aparecían con el apresurado ruido del viento, mientras desaparecen en la llanura .

Bultos invisibles y cansados, eso eramos. Cinco horas de pasos cansados, de esperanzas rotas y remendadas, de lagrimas cortadas por las sonrisas que nos sacaba uno que otro recuerdo, de sudor y sed, de imaginación rosa y negra que pintaba de agridulce aquel camino y allí, llegando al «Bozeman Yellowstone International Airport» el polluelo en mi cabeza se lanzo al vació.

Allí estaba con sus amplias alas extendidas, conociéndolas por primera vez, mirando el abismo mientras confiaba su existencia a su instinto, a su Dios y a su suerte, mientras tiraba los dados sobre el hermoso tablero de la vida y la muerte. Lo recordé, tan fragil, tan fuerte, tan lleno de miedo y de coraje; su caída libre en picada y luego su naturaleza levantandole en la infinidad del cañón. La seguridad humedeciendo sus alas, el aire acariciando su pluma y la libertad bailando con su vida.

De pronto ya no había miedo, cada paso se convirtió en destino, en meta cumplida, en rumbo recorrido, en una fotografía en la cabeza, en una sonrisa cada mañana, en la suficiente luz del sol, en la protectora manta de la noche en el calor del día y la frescura del viento. Vi la libertad, la vi a los ojos. Allí estaba ella, la locura. Con sus alas extendidas, sonriendo, bailando huyendo del miedo que incansable la persigue bajo el nombre de cordura.

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