Era la rutina. Despertar temprano en la mañana, seguir inmóvil entre las sábanas pasadas 7:30, sentir el frío recorrer mi cuerpo al desvestirme frente a la ducha y el incómodo cambio térmico al entrar en contacto con el agua caliente, los setenta kilómetros por hora de camino al colegio y llegar diez minutos tarde de igual forma todos los días, escabullirse entre los furgones escolares con el peso de la mochila al hombro y los párpados aún pesados, pasar de ocho a diez horas rodeado de gente extraña dada a la competencia, calculando números solo por calcular, leyendo solo por leer, viendo como derrumban de a poco nuestras pasiones. El vacío que provoca el no tener tiempo para nada, la inexistencia de un espacio para la recreación cultural, para pasearse entre una exposición de arte, leer un libro por el placer y el deseo de hacerlo, o sencillamente hacer nuestro arte.

Los días posteriores al descubrimiento del veneno que deterioraba mi alma fueron como estar a punto de saltar en paracaídas, la emoción manifestada en un suave y placentero cosquilleo en el estómago ramificándose por todo el cuerpo, pero paralizado por la idea de que el paracaídas no llegara a abrirse. La incesante idea de cometer una locura y acabar flotando boca abajo en medio del océano me mantenía atado a las costumbres monótonas que había desarrollado toda mi vida.

Una presión constante en el pecho, ojeras acusadoreas todos los días frente al espejo, una voz repetía implacable que debía darle un vuelco a mi historia, la demoledora sensación de estar quedándome estancado en medio del camino se hacía presente en cada instante; Cuando caminaba de vuelta a casa, durante las cena con mis padres, en medio del estupor melancólico de la madrugada provocado por las horas en vela. La vida avanzaba de prisa, mas yo parecía estar inevitablemente estático, detenido en algún punto de la larga carretera que es la vida, observando el resto de los autos pasar volando, haciéndose pequeños a la distancia.

Una de las tantas noches de insomnio obtuve la señal que necesitaba, una de las revelaciones que pensé, así como tantos otros lo hacen, jamás me sería entregada. A través del ardor de mis ojos, de la respiración apacible y la quietud de mi cuerpo, sentí en mi rostro la amena frescura de una brisa de una tarde de verano, la luz del sol filtrándose entre las hojas de los árboles e iluminando con cuidado mis mejillas, el olor a tierra húmeda me mecía en su totalidad, el aroma del césped cosquilleando en mi nariz, el armonioso sonido de las risas de mis padres lograban conmover cada átomo, cada partícula, sus voces entonando una plácida canción de cuna me debilitaban poco a poco, ponía mi cuerpo a dormir, pero mi mente se negaba a aceptar la derrota. A punto de rendirme ante el sueño, el tierno rumor de dos personas hablando de amor fuera de mi habitación resonó en el cuarto llenando cada espacio vacío. No necesitaba más, la enorme sensación de libertad que había experimentado en la tranquilidad de la noche activó en mí cierta determinación que de otra forma nunca hubiese logrado concebir.

Con mi mochila a cuesta, influenciado por el la corriente eléctrica que se había apoderado de mí y realizaba a merced de mis pensamientos cada paso, crucé la casa con el máximo sigilo que me fue posible, detrás de mí solo había dejado un pequeño papel en la puerta del refrigerador, «Nos vemos pronto”. Sospechaba que mis acciones no necesitarían una explicación, hacía ya mucho tiempo que la alegría no tocaba nuestra puerta, habían pasado años desde que ya ninguno de los tres era feliz en ese lugar, pero suponía que era el único que había decidido dar el paso determinate.

«—Cambiar de rumbo es aterrador y excitante a la vez, es como saltar en paracaídas, ¿recuerdas?, estar a solo un paso de caer al vacío y confiar en que esa tela va a abrirse cuando debe hacerlo, en que no vas a morir en el intento. Definitivamente es excitante, pero primero debes dar el primer paso, debes dejarte caer, de ahí en adelante todo sucede mejor de lo que esperabas.»

Así ocurrió, los autos a esa hora comenzaban a salir de su lugar de residencia, la locomoción colectiva iniciaban en el proceso de colapsar las calles, los bocinazos se hacían notar a lo lejos. Un taxi me llevó hasta el terminal de buses, durante todo el camino se alzaban galerías aún cerradas, con grafitis que se esmeraban en ocultar el color natural del metal, de ocultar la belleza que pudo haber sido en un inicio. El monologo que emitía la radio me incitaba asaltar del vehículo, pero me abstuve, llegar a mi destino era más importante que huir del irritante sonido que emitía el aparato.

Finalmente llegué, delante de mí una lista de un montón de lugares lejanos me pedía a gritos que volviese a resguardarme en la comodidad de mi hogar, en la seguridad de lo ya conocido, en mi zona segura, más no es ahí donde ocurre la magia, ahí no encontraría todo lo que necesitaba encontrar con desesperación, no hallaría aquello que me hacía falta para completarme. Era el momento de dar un salto de fe, de abandonar el miedo, de decir adiós a mis ataduras. Era el momento de dejarme caer.


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