Cuando llegué para efectuar el relevo me sorprendió el olor; era nauseabundo e impregnaba cada rincón del oscuro aparcamiento subterráneo donde, con un silencio que imponía, se hacinaban tumbados sobre sucios cartones los casi doscientos desgraciados interceptados en alta mar durante la madrugada anterior. Intentaba tragar saliva pero mi garganta parecía negarse una y otra vez, tal y como suele ocurrir cuando un alimento nos resulta repugnante. Durante unos minutos luché por sofocar mis náuseas y a duras penas lo conseguí.
—No te preocupes demasiado —dijo mi compañero cuando se percató de mi palidez y de que el sudor inundaba mi frente—. En poco tiempo, sin apenas notarlo, terminarás por acostumbrarte al hedor de la desgracia, —añadió mientras se encaminaba al exterior a toda velocidad.
Apestaba a sangre, sudor, putrefacción, orines y miedo. Olía a muerte.
Unas voces apenas audibles insistían sin descanso una y otra vez en rezar plegarias a sus Dioses con las manos colocadas a modo de libro abierto, para después frotar con ellas sus propios rostros de forma compulsiva; súplicas a unos dioses desconocidos para mí, que como todos los demás, siempre se me han antojado ciegos, sordos, mudos, ausentes e impasibles.
Sobre ese insistente murmullo que suplicaba clemencia, de repente se alzó un grito desgarrador seguido del llanto desesperado de una mujer que apretó contra su pecho a su bebé, al descubrir que se le había ido la vida entre sus brazos.
Intentaba buscar para él una vida mejor y solo encontró una muerte diferente.
El brillo de sus ojos inundados reflejaba una inmensa tristeza. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas para caer sobre el diminuto cuerpo sin vida, y un gélido estremecimiento me recorrió la espalda de abajo arriba hasta la coronilla, cuando en su mirada adiviné rencor, odio y asco a partes iguales. Esa mirada fue como si un puñal invisible se hubiera clavado en mis entrañas para abrirme en canal. Pero aun así, no quise apartar mi vista de ella y de su pequeño. Deseaba concederle la oportunidad de descargar su ira sobre lo que soy; sobre lo que represento. Sobre lo que representamos todos los que nos limitamos a compadecerlos desde la distancia, sin mover un solo dedo para ayudarles, para después apartarlos de nuestras vidas con una facilidad asombrosa al pasar, en el mejor de los casos, de una tristeza efímera al más cruel de los olvidos.
Con un triste gesto de resignación bajó su mirada y arropó a su bebé entre gemidos obviando su fatal silencio para mecerlo como hacía unos minutos antes, cuando en vano intentaba calmar su llanto.
Me aparté de ella para que no advirtiese que los ojos se me llenaban de lágrimas por el dolor tan profundo que me causaba la tragedia de la que había sido testigo. Me asaltó el dolor por la desilusión de los más jóvenes que arriesgaron su vida en busca de un futuro mejor y por desconsuelo de sus mayores al saber que, por una u otra causa, jamás volverían a saber de ellos; por los que pasaron a convertirse en repugnante carroña anónima abandonada sobre la arena del desierto o sumergida en el fondo del océano.
Y así, entre sollozos, silencios, lamentos y plegarias por su parte y un insoportable sentimiento de vergüenza y culpa por la mía, transcurrió el resto de la tarde.
—Mañana terminará todo para ellos; regresarán a sus lugares de origen. —Dijo el agente que vino a relevarme horas después, como si se tratase de una bendición—. Según tengo entendido, más de veinte murieron durante la travesía y sus cadáveres fueron arrojados al mar, pero es seguro que alguno de estos supervivientes no cejará en su empeño y volverá a intentarlo.
—¿No lo harías tú si te devolviesen por la fuerza a la miseria para condenarte con ello a una muerte segura?, —exclamé en voz baja, intentando reprimir la ira que me consumía por dentro.
No pronunció palabra alguna, limitándose a asentir con la cabeza en un implícito gesto de reconocimiento.
Volvía a casa. Mi ropa conservaba ese terrible olor. Durante el trayecto sentí escalofríos y el vello se me erizó cada vez que regresó a mi memoria el alarido de aquella madre ante la presencia de la muerte; no podía olvidar su mirada, ni su llanto, ni el mío.
Al entrar en el dormitorio, mi esposa dormía. En silencio observé el rostro sereno de mi hija que descansaba en su cuna. Por un instante imaginé su cuerpo al calor de mi pecho; su llanto provocado por el hambre, por el frío, por el agotamiento… la sensación de rabia e impotencia que sentiría al comprobar que su vida se apagaba de forma inexorable entre mis brazos sin que nadie se dignara intentar remediarlo, y se me fue anudando la garganta hasta casi no permitirme respirar.
¿A quién debo agradecer lo que tengo? ¿Al mismo Ser que a otros se lo arrebata sin piedad? ¿A ese Ser que con tan extrema crueldad priva a una madre del amado fruto de su vientre?
Entré en el baño, cerré la puerta y volví a llorar; por ellos y también por mí.
—Fin—
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