Un verso se descuelga de un libro que alguien está leyendo en el metro. En ese instante, el lector siente un cosquilleo que le provoca la risa. Sin embargo, el poema, prosigue su camino hacia el destino de su intuición, y se cuela entre los desvencijados mecanismos de un reloj que un anciano conserva desde su infancia. El reloj, cansado y vencido, nota como su engranaje vuelve a recobrar el vigor de antaño. La poesía continúa su viaje, inyectando sobre la herida de un niño que corretea entre la gente, una dosis de plaquetas cicatrizantes. Éste, sorprendido por la reacción que algo extraño ha provocado en su herida, corre hacia su casa para contárselo a sus padres. Pero aún con tareas pendientes, el verso se dirige imperecedero hacia un hueco donde duerme un vagabundo todas las noches. El indigente no está, pero en su lugar encuentra una cama hecha de cartones en las que identifica impresas unas palabras que están contenidas en él mismo y cuyo material le recuerdan a la familia de su padre. Tras descansar, sale del agujero, y alguien que pasa por allí emite un estornudo que como un vendaval lo transporta junto a partículas de gases nobles, ondas sonoras desconocidas y polvo de estrellas ancestrales, hacia un edificio de dimensiones colosales y luces blancas. Dentro hay miles de libros y gente que parece no tener prisa.
Una niña, que sostiene en sus manos un libro de Julio Verne, nota como, en la página que lee, aparece una poesía que antes no estaba. Ésta, asombrada, tira de la chaqueta de su padre, que, ignorando todo cuanto ocurre a su alrededor, espera a que los tiempos cambien. Pensativa, deja fluir su imaginación hacia el lugar donde nace la esperanza de vidas mejores. Mientras, la poesía, percibe que su misión aún no ha finalizado. Cuando la niña vuelve su vista hacia el libro, las palabras han vuelto a marcharse, dejando únicamente el rastro del recuerdo y la imaginación. Siendo libre de nuevo, la poesía se siente alegre, rejuvenecida. Con más fuerza que nunca, se deja fluir a través de las líneas del suelo hacia la salida, chocando brusca e inesperadamente contra el pie de un profesor, que tan pronto como siente la extraña cosa que ha perturbado sus pensamientos, se agacha y descubre un gusano de palabras encadenadas. Por unos instantes, la sostiene en la mano y reconoce la poesía como suya. La escribió años atrás, cuando aún era joven y estaba enamorado de una muchacha a la que nunca ha vuelto a ver. Su imagen translúcida le provoca una emoción contenida durante décadas. Una lágrima de nostalgia cae sobre la poesía que parece cobrar vida de nuevo, reconociendo a su creador de inmediato. Inquieta, sube por la camisa hacia su oreja, colándose a través del laberinto con rumbo a su mente de creador y asimilando de inmediato que su viaje ha concluido. En ese momento, la poesía, sentada entre las conexiones de un millón de neuronas, repasa su vida y descansa. Pero en apenas un instante recuerda que tenía un mensaje que transmitir.
A continuación, el profesor, aún confuso, pero conservando lo sucedido en su memoria, recibe una llamada de teléfono. Al otro lado, inesperadamente, la voz inconfundible de la persona por la que ha llorado la última vez. Un reflejo sobrevenido, entre inevitable y resignado, empuja su mano libre hacia el bolsillo del abrigo, del que saca una piedra secreta que alguien le entregó una vez, manifestándole que sólo debía utilizarla cuando ocurriese algo mágico.
Es solo entonces, cuando la sopla enérgicamente y comprende el universo.
OPINIONES Y COMENTARIOS