Oh si, sí que viajé!.. He tenido muchos viajes en mi vida!. Pero, la primera página de esta travesía, se escribió con el ímpetu de mis emociones y sin dejar rastro de mi partida.

Me fui de casa tras los pasos de unos hippies rebelde. Partí camino al Cuzco a conocer el famoso Machu Pichu, en Perú.

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Me animé a irme con un enamorado de turno, buscando aventura y libertad, rumbo a aquella enigmática ciudad. No tenía ni un céntimo en el bolsillo, solo la esperanza de una oferta de trabajo, que al final nunca se realizó. Ahora dependía solo de mi novio y de su agradable compañía.

Una noche, llegamos ebrios a la casa de un amigo donde estábamos hospedados como invitados. La madre de éste nos botó por escandalosos. Fue entonces allí donde realmente comenzó el viaje…

Después de ser echados a la calle, continuamos con una fuerte discusión afuera de la casa. Ambos nos culpábamos el uno al otro, de haber provocado con la euforia del alcohol; que esa gente tan amable que un día nos hospedó, ahora tomaran tan fuerte decisión.

Las palabras se encendieron y tomaron grosura. Explotamos en insultos sin desenfrenos. El me dijo: «vete a la M…». Se dio la vuelta y se marchó sin el mínimo remordimiento.

Me dejo sola en esa calle oscura y fría, y vaya que hacía un frío extremo aquella noche!. Yo traía algunos trapos en mi mochila: par de suéteres y un pantalón. No sabía que hacer, ni a donde ir.

Caminé deprisa, acelerando cada vez más el paso, por frío y por miedo. Me dirigía hacia la plaza central. Allí por lo menos habría más gente, tenía que buscar alguna ayuda. O dormiría esa noche debajo de un puente.

Iva llegando cuesta abajo por esos pisos de piedra, estilo Inca-colonial , que de rato en rato me hacían tropezar. Las botas de tacones y la embriaguez, me hacían caer de vez en vez.

Pude reconocer de lejos a un jovencito, que esa tarde me ayudó a encontrar algunas direcciones. Me acerqué a él algo avergonzada. Le expliqué mi actual situación, y le pregunté; si él podría hacer algo por mi.

Me escuchaba algo asombrado mientras se rascaba la barbilla. Me dijo que no tenía dinero, y que no podía dejarme en su casa, pues su madre lo mataría. Lo único que se le ocurrió fue hacerme entrar a escondidas a la azotea de un edificio multifamiliar. Allí al lado de un horno de pan, junto a un corral de gallinas, podría descansar y nadie me molestaría. Por suerte encontré algunas cajas de cartón , las coloqué en un rincón del piso, y uno encima de mi para cubrirme del frío.

Aquella noche lloré desconsoladamente. No por aquel desgraciado que me dejó abandonada a mi suerte. Me sentía indefensa, desarmada. Estaba sola y sin dinero. Pensaba que a nadie le importaba. El frío casi me mataba, a pesar que me había puesto dos suéteres demás. Nunca imaginé verme así!.

Por un segundo detuve mi mente y observe el cielo, o tal vez el cielo me observaba a mí?. Estaba durmiendo bajo sus luces, las estrellas me pestañeaban, eran incontables e infinitas. Por un momento me olvidé del frío, quedé pasmada. Aquél recuerdo en mi memoria aún me tiene cautiva.

La mañana siguiente, yo estaba realmente triste. Me senté en la plaza de armas, observando el paisaje del lugar. Pasó por mi lado una colombiana gitana, con un acento muy típico y colorido. Me ofreció a poco precio un amuleto de buena suerte. Yo tenía realmente miserable mi alma y los bolsillos. Le dije: «lo siento, no tengo dinero». Ella me dijo: He visto el lunar en medio de tus ojos. Eres una de nosotros! (esa parte no la entendí). Te regalaré esta pulsera, y con cada nudo que yo haga tienes que pedir un deseo. Pedí tres deseos: Uno; conseguir algo que comer. Dos; volver a casa. Y tres; seguir viajando, aunque no así.

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Solía caminar hambrienta algunos kilómetros para subir el cerro. Llegar a unas casas hechas de adobe y techos de calamina, para poder adquirir una comida en «las chicherías» (bebidas autóctonas incaicas). Que por tan sólo veinticinco céntimos te daban un plato de comida, más tu chicha de jora gratis, bailé y me embriagué de nuevo, porque era gratis.

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Apestaba, era yo!.. Que locura, no tenía facilidad para bañarme en aquella azotea. Mis ropas las usaba y nunca las lavaba. El servicio de lavandería estaba fuera de mi alcanze. Aprendí lo que sienten los perros que no tienen hogar.

Acompañé más tarde a unos mochileros a El Sacsayhuamán; Enormes y enigmáticas rocas. Cuzco aquél imán que atrae al mundo, se puede olfatear en el aire milenios de misticismo. Es como si el viento de aquel lugar te contara cosas, que no puedes entenderlas, pero que el alma las percibe.

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En el crepúsculo del anochecer, algunos viajeros estaban fumando yerba. Me contagié de la locura y del momento, a pesar de mi futuro incierto. Me dieron a beber un brebaje verde que sabía a mil demonios, era «el ayahuasca»; fui cayendo de repente. Mi cuerpo se desvanecía, y mi alma también caía. Mi conciencia me abandonó, tenía miedo, por un momento el aliento me dejó. Vi cosas, se abrieron mundos, fui y vine. Creí que moriría, pedí ayuda al cielo, y gracias a Dios, mi estomago se vertió y regresé en mi.

Hay un dicho: «El que por su gusto muere, la muerte le sabe a gloria». Había sido suficiente. Vendí mi abrigo de cuero y dejé todo. Sólo me llevé el recuerdo. Compré un boleto a casa y regresé irreconocible, sucia, y delgada. Pero, no tan arrepentida.

Aún recuerdo esas estrellas aquella noche, atesoro en mi corazón momentos y escenarios inolvidables que he vivido. Aún hay muchas páginas en blanco, esperando ser escritas, a la expectativa de nuevos desafíos en mi vida. Me llaman nuevas voces, me alisto para la partida.

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