Amalia es flaca y tímida, tiene la cara afilada, los ojos miopes. Es la primera vez que viaja, irá a la capital. Su padre la envía para que estudie administración. En secreto asistirá a clases de arte: ama pintar. Cuando niña, le sorprendía cómo inexplicablemente, aparecían majestuosos árboles plasmados en los muros de su pueblo, de tal manera que los viajeros comenzaron a llamarlo Ciudad Mural. Ha elegido un camarote en primera clase, quiere contemplar el paisaje a solas. Le han dicho que las barrancas es el tramo más hermoso.
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- – Estimados pasajeros, informamos que el tren de las cinco tiene un retraso, en breve daremos a conocer detalles –vocea el jefe de estación–
Sólo ella no se siente perturba por la demora, y es que cuando se viaja por primera vez, hasta la impuntualidad es acontecimiento. Gente va y viene por el andén, otros esperan. Ella agita un abanico andaluz, un regalo que la abuela guardó largo tiempo: para cuando seas mujercita –repetía sonriente–. Y vaya que lo ha sido: a los nueve años quedó huérfana de madre, desde entonces administró la casa, reorganizó a la servidumbre, hizo florecer el huerto, y vio que cada domingo llegaran a comer familiares cercanos y amigos entrañables: en el jardín durante el verano, junto a la chimenea en invierno.
Aunque el padre mantuvo relación medianamente pública con la dueña de una ranchería aledaña, no tuvo más hijos. Vivió en duelo permanente por su único gran amor: Acacia Aragón. Siendo Amalia única heredera, Don Arnoldo Chávez optó por enviarla a la ciudad: para que se eduque bien pues, y saque el mejor provecho a las cuatro mil setenta y tres hectáreas de agostadero que no pudieron quitarme los agraristas –le contaba a todo el mundo en tono de secreto–, pero en realidad lo hace para que la tía Imelda la presente con jóvenes de posición: no quiere morir sin ver continuar su linaje, aunque no su apellido; y es que Amalia nunca tuvo novio.
Se enamoró sólo una vez, nadie lo supo. Apenas iniciaba la pubertad. Un párroco joven y apuesto había llegado al pueblo: elegante, pulcro y culto, sin proponérselo la cegó. Amalia estaba dispuesta a crecer deprisa para él. Lo enamoraría. Desistió al poco tiempo con sólo escucharle decir que ninguna mujer podría provocarle siquiera una milésima parte de lo que era su amor por Dios.
Ese día Amalia se propuso demostrar que Dios estaba equivocado, derrotarle, transformar su creación imperfecta. Alimentaba su ira leyendo. Hacía minuciosas notas con afilados argumentos para debilitar a la divinidad: cómo es posible que haya creado a los animales domésticos antes que al hombre, siendo que la domesticación corresponde al dominio del hombre sobre las bestias… hay más evidencias en la teoría de la evolución de las especies que de la costilla de Adán –argumentó una vez altanera–. No obtuvo réplica, ni volvió a ver a su amado. La inteligencia es un repelente para machos –solía decir irónica cada vez que victoriosa concluía algún debate–.
Desde entonces hizo montar un caballete en la terraza. Pintando consolaba la soledad y la culpa de no poderlo abrazar. Entre trazos y pinceles plasmaba un mundo que imaginaba mejor –su mundo–. Al poco tiempo la adoración por el cura se fue apagando mientras crecía su pasión por la pintura, y la lectura. No hacía otra cosa. Por ello el padre la sacaba del pueblo. Le hace falta conocer gente, tal vez ver a un médico –balbuceaba preocupado–.
Amalia Chávez Aragón tiene diez y nueve años. Nunca ha besado. Aguarda en un asiento de estación. Espera a un misil sobre rieles en el que atravesará el portal que separa su valle entre lomas y árboles del resto del mundo. Hay un remolino en su alma. Tararea una canción.
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