Despertar en la habitación de un hotel, lejos de casa, lejos de mí, resultó aliviante. Era una habitación minúscula, tenía dos camas y un baño con luz parpadeante. Pisé descalza la moqueta, aparté las cortinas con los ojos entornados. No hacía sol, o al menos, no brillaba como brilla en España. Era más bien un sol tenue, parecía un sol que hubiera entrado en decadencia y fuera a apagarse de un momento a otro. Había restos de niebla, y un ambiente grisáceo se extendía más allá del cielo.
Aún era pronto, no debían ser más de las nueve cuando bajamos a desayunar. Habíamos llegado la noche anterior, en una furgoneta que nos recogió en el aeropuerto. Como era de madrugada, lo primero que vi de Londres cuando bajé del avión fue oscuridad. Oscuridad, quietud y silencio. Una ciudad que dormitaba en paz. Y fue instantáneo. Me enamoré. Me enamoré de la sensación que producía en mí la noche serena, llena de ventanas cerradas y gente soñando en sus camas.
A penas había pegado ojo. Allí, tumbada sobre la cama del hotel, pensaba en lo insignificante que yo le resultaba al país, y, sin embargo, lo importante que era para mí estar ahí.
En el comedor, me llevaba el vaso de cristal a los labios. Frente a mesas repletas de bandejas con tostadas, cruasanes y ensaimadas, prefería el zumo de naranja. Dos vasos. Ni uno más ni uno menos. El zumo me llenó el estómago.
Hacia las diez y media decidimos salir del hotel. Dijimos adiós a las banderas ondeantes que colgaban de la fachada y nos subimos a un autobús. Era rojo, de dos pisos. Habíamos planeado al detalle los tres próximos días, no había tiempo para cualquier otra actividad que no fuera admirar monumentos —de los cuales desconocíamos la historia—, pasear tranquilamente —aunque siempre tuviéramos que ir con prisas para no llegar tarde al hotel— por las calles de la ciudad, y comprar souvenirs para la familia —que luego terminarían en el fondo de la basura.
El autobús frenó, bajamos en la parada que había junto al río Támesis. Subimos al London Eye. Cogimos otro autobús. Mi estómago gruñó. Bajamos, la abadía de Westminster. Caminamos, llegamos a otra parada. Esperamos. Mi estómago volvió a gruñir. Me acerqué a una tienda y compré una botella de agua. El autobús, el Buckingham Palace.
No voy a negarlo, eran lugares que valía la pena ver; estaban llenos de misterio, de lo desconocido, de intriga, de curiosidad. Aunque eran, simplemente, atracciones para turistas. Y sí, nosotros lo éramos. Era exactamente lo que éramos. Yo lo era. Pero…
Había algo más. Se escondía debajo de aquella fachada de ciudad inglesa cosmopolita. Había algo, se abría paso hasta colarse en mi interior. En las calles más simples, en las aceras de piedra, en los escaparates de las tiendas, en los altos edificios…había algo. Era el ambiente. Aquél ambiente que no puedes captar con una cámara. Cuanta belleza escondida. Y ahí estaba yo, en medio de una de las miles de calles de Londres, llena de un sentimiento sobrecogedor. Eran nuevos lugares, que abrían sus brazos para acogerme y hacerme sentir una más. Oh, qué bien, qué paz. Una más…entre la multitud, el bullicio, y el gentío. »Que esta sensación no desaparezca, por favor. Necesito este calor.»
Pero desapareció. En cuanto pisé el suelo del aeropuerto, ya en España, supe que todo había vuelto a empezar. Tiraba de la maleta, el sonido de las ruedas metido en mi cabeza. Y fue un chasquido. Un mecanismo, casi instantáneo. Era yo, volviendo a ser yo. La identidad. Había sido liberador, durante tres días, fingir. Fingir que podía ser otra persona, que nadie conocía, por unas calles que jamás había caminado. Pero escapar no había funcionado. Allí estaba otra vez, aquella maldita nube negra cerniéndose sobre mi cabeza. Estaba harta, no había funcionado. No había funcionado.
Mi estómago gruñó, me acerqué a una de las tiendas y compré el bocadillo más pequeño que pude encontrar.
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