Un paraíso de boñigas.

Un paraíso de boñigas.

Vicen Garcia

16/06/2017

Nunca he acabado de entender ese frenético empeño del género humano por viajar. Arrastrar pesadísimas maletas repletas de vestuario y accesorios cuya mayor parte no utilizarán más que en su imaginación, alejándose de las comodidades del hogar hacia un entorno extraño sin percatarse de que como dijo Robert Louis Stevenson «No hay tierras extrañas. Quién viaja es el único extraño», o como dijo Dagobert D. Runes » Las personas viajan a destinos distantes para observar, fascinados, el tipo de gente que ignoran cuando están en casa».

A pesar de todo decidí embarcarme en aquella nueva aventura. Sorteando todo tipo de obstáculos me encaramé a aquel coche con presteza iniciando mi periplo.

Mientras avanzábamos dejando atrás el bucólico paisaje de verdes prados que había constituido mi mundo hasta entonces, intenté recordar como había llegado a aquel momento.

Debía ser en una vida anterior cuando me reconocí en la imagen de un apuesto universitario alemán en su último año académico comunicándole a su anciana abuela que abandonaba en breve su país para trasladarse a España para finalizar sus estudios, a lo que ella exclamó aterrada:

– Pero, hijo mío, ¡aquello está lleno de extranjeros!

Mi primera impresión una vez allí fue la de un país donde abundaban personajes vociferantes y pendencieros mientras crecía mi asombro por la maravillosa dicotomía entre su lenguaje zalamero y la ambivalencia de sus reacciones, costándome descifrar que se trataba de algo que formaba parte de su bagaje cultural y en ningún momento debía tomar sus palabras al pie de la letra, teniendo en cuenta siempre las contundentes palabras con que mi abuela se despidió de mí en el aeropuerto:

-Ten mucho cuidado. Llevan navajas escondidas en el calcetín.

Así que en un país extraño perdido entre palabras halagüeñas y voces chirriantes yo nunca perdía de vista sus calcetines.

En ese instante la ralentización del motor me devolvió al presente. Habíamos abandonado el sendero y ahora avanzábamos por un camino cuidadosamente asfaltado, bordeando el mar. El contacto de la brisa marina trajo a mi memoria otra experiencia. Ahora era yo un joven fuerte y curtido que atravesaba el estrecho en una pequeña y abarrotada embarcación. Las olas nos invadían sin compasión. En uno de esos ataques alguno caía a las frías aguas. Mi hermano fue uno de ellos. Desapareció sin más para volver cada noche en mis más terribles pesadillas, a pesar de mis intentos por recordarle vivo y feliz mostrándome las imágenes de España en la en aquel entonces la única televisión que había en el poblado.

-¡ Allí todos tienen televisor! Y una buena casa. Mira, mira los restaurantes. ¡Mira que automóviles! Allí todos tienen uno. ¡Son felices!- me increpaba convencido mientras yo miraba a mis tres esposas y a mis ocho hijos. Allí estaba mi vida.

Mi hijo pequeño quería ser futbolista, quería un televisor, quería la camiseta de Messi.

Años más tarde, casado con una española, mi cuarta esposa les visitaba una vez al año. Mi nueva esposa no me acompañaba, a ella le costaba entender que mi corazón rebosaba tanto amor que había para todas ellas. Ahora cada una disfrutaba de una casa, de un televisor y mi hijo se sentía especial ataviado con su camiseta azulgrana.

De nuevo el coche aminora la marcha. Entramos en una gran urbe. El aire se torna más denso. A lo lejos percibo el olor a especias de los establecimientos de restauración de origen paquistaní y no puedo evitar evocar aquella otra experiencia. Era yo entonces un joven pequeño y corpulento de pelo negro ensortijado y tez oscura. Bien vestido, sensible y educado. Había huido de la guerra y la miseria tras el sueño europeo. Conseguí la legalidad a través del matrimonio con una española, cuyas costumbres, ideas y forma de entender la vida yo no podía asimilar debido a la huella del arraigo a mis propias creencias, cultura y religión. Y a pesar de todos mis esfuerzos no lograba entender esa obstinación en atender a ese «animal impuro»(tal como yo había aprendido en mi niñez) que paseaba a sus anchas por la casa rozándome contínuamente y obligándome a correr al baño a lavarme, lavar mis ropas y rezar y rezar, complicándome así más y más la vida. Concluía mis oraciones diarias con la certeza de que Alá nos protegía y ella acabaría por desterrar sus ideas erróneas convirtiéndose al Islam. Yo la salvaría. Estaba seguro de ello.

El motor acaba de silenciarse. Parece que el viaje ha terminado. Salto, emocionado, precipitándome al asfalto y corro hacia una zona verde. !Si! Es maravilloso. ¡Un paraíso de boñigas! !Ya la veo, allí! -me digo sorteando las patas de los canes. Ahí está mi preciado tesoro, ¡mi boñiga! Me subiré a ella enroscándola como una pelota para procurarme cobijo y comida y puede ser hasta que haya una hembra cerca para ofrecerle mi fragante nido.

¡Un momento! ¿Qué es eso? ¿Un humano con una escoba?

¡Oh, no! ¿Dónde ha ido a parar mi boñiga? Acaba de desaparecer en su inmenso capazo.

¿Pero qué trata de hacer levantando así su pata? ¿Quiere aplastarme?

– ¡Otra cucaracha!- le oí exclamar mientras su pie se aproximaba desafiante, al mismo tiempo que yo le gritaba:

-¡No soy una cucaracha! Soy un escarabajo pelotero. Estoy en mi paraíso y tu eres un aguafiestas. ¡Volveremos a encontrarnos!

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS