“Con los que viajo, sueño…”
Víctor Gaviria
Luego entonces marché a la ciudad de Cartagena de Indias, para olvidar.
Todo era tan hermoso en esa ciudad, tan arquitectónico y colonial, la gente se reunía en los mercados donde se amontonaban a vender y comprar exquisiteces; y los enamorados, poseídos por el encanto del verano se esperaban ansiosos en La Ciudad Amurallada, entre los extensos y milenarios muros se profesaban sus amores batallantes.
Volver al Caribe, otra región fantástica, otro territorio colmado de retazos de alegría.
– ¡Es él, regresó! -Me reconocían los negros nativos.
– ¡No puede ser, no ha cambiado en lo absoluto! -Se sorprendían las morochas.
– ¡Todavía es un muchacho alocado! -Me condenaban los negros de dentaduras blanquecinas.
– ¡Sí, ha regresado el viajero apasionado! -Gritaban por la calle al reconocerme algunos moradores.
Ahora estaba tan lejano Cielo Roto, mi pueblo natal, sus valles y sus montañas y tan lejana la ciudad de Medellín.
Mi pasado era tan sólo una sombra huidiza de mi existencia. Sentimientos ruines que alimentaron entonces mis sueños afiebrados y mis densas pesadillas que querían habitar también mi realidad.
En Cartagena de Indias alejaría el destrozo de mi alma y la depresión de mi corazón.
– ¡Qué bueno que haya regresado! -Escuchaba decir a las mujeres apasionadas.
– Se murmura que ya está curado. -Intensificaban sus comentarios sobre mí.
– ¡Le dicen El Abandonado! -Vociferaban hombres insidiosos.
En mi cuaderno de notas escribía sobre mis impresiones de viaje, sobre mis frecuentes pesadillas, relataba sobre todo el sueño que años antes había tenido con mi difunto padre, un extraño acontecimiento que me había abordado como una premonición.
Mi padre aparecía de pie, cargando una vara rústica, vestido con un linillo transparente que acentuaba su invisibilidad, sólo se veía la vara que sujetaba con su mano aérea y se intuía su silueta, pero sabía que era él, yo estaba abajo, como en una fábrica donde habían clientes en un bar con música desternillante que hablaban de ciertas cosas mientras, más adelante los obreros pulían las escopetas y los fusiles con un papel o una tela especial, parecían más bien estar limpiando las armas con cierta brusquedad. Entonces uno de ellos con rasgos femeninos, apretó el gatillo de un rifle plateado y disparó un rayo magnético y electrizante sobre mí y que dio exactamente en el centro de mi corazón.
Entonces mi padre sonrió, y su sonrisa se vio a través de su invisibilidad.
Crecía mi confianza en mí mismo, sanaba alegremente de mis angustias existenciales, y volvía a la belleza de la vida, de sus paisajes, de su gente, a la armonía de mi espíritu, sacramento y conversión, diáfana recompensa que aliviaba de una u otra forma la soledad que me agobiaba mucho antes de la muerte de mi padre.
Aunque no me agradaba que los cartageneros me escrutaran los ojos, procuraba eludir siempre las miradas y los encuentros con los pobladores de la ciudad. Había crecido y madurado de esa manera, casi desdeñando todo lo que ocurría a mi alrededor en una actitud pueril. Pero no quería ser grosero con gente tan amable y simpática.
Poco a poco, el ambiente de la ciudad moldeó mi agria actitud preventiva.
Los otros hombres y mujeres de las barriadas parecían saber de mi misantropía.
– ¡Ahí va, persigámoslo! -Me correteaban los chiquitines descalzos.
– Es tan rosado como una poma…-Se reían a carcajadas los morenazos.
– ¡Ja ja ja! -Risueños por las calientes arenas de las playas.
A veces cuando me encontraba con estos descamisados muchachos en las playas, me acosaban entre risas y carcajadas, me preguntaban muchas cosas de la ciudad de Medellín y de su cultura campesina y tradicional, y yo, que ya no podía molestarme por sus desarraigos les satisfacía sus curiosidades, pero aún así se inquietaban demasiado, más aún cuando solía resistirme a complacer sus atrevidos interrogatorios, entonces molestos me arrojaban flores y restos de caracoles.
Esos jóvenes morochos querían saber mucho de mí, de la cultura paisa y de su cotidianidad.
Emergían las retorcidas raíces de las palmeras caribeñas sembradas en la plenitud de las calientes playas, mientras las canciones de los nativos inyectaban melancolía al primitivo folclor del mar. Y bullía ligera al viento la música quebradiza de los costeños carnavalescos.
Giraban en torno a los juveniles e improvisados músicos y cantantes en la cálida playa las parejas de bailarines de los bohíos, aplaudiendo como cristalinas mariposas.
Alguna que otra turista solitaria por las atardecidas orillas del mar, se rendía al trajinado ritmo vital de ser perseguida por un amor pasajero.
T odos los habitantes de las playas cartageneras reían agraciados, cantando y bailando.
A las espontáneas mujeres que, como aves paradisíacas por las playas, se les notaba en el sutil brillo de los ojos que estaban enamoradas de las ilusiones de sus hombres, de las súbitas y hermosas apariciones de los albatros migratorios, del viento como un hombre desnudo que les acariciaba los cabellos desenvueltos, del cantarín y eterno son del mar y sus olas dispersas hasta la profundidad de los oscuros precipicios fustigados por los temblores de la tierra embravecida. Las mujeres enamoradas de los embelesos y flirteos de los mismos hombres de los bohíos que eran intrépidos notoriamente entre ellos, y tímidos y acobardados, la mayoría de las veces, con ellas.
En la lejanía, detrás de las edificaciones, más allá de las avenidas de la ciudad, estaban las comarcas, los barrios, los villorrios de los negros, las colonias extranjeras y los pueblos calurosos, la inigualable ciudad entre el inalcanzable mar pirata.
Todo un mundo que para mí era nuevo y que se abría nítidamente ante mis ojos en todo su extraño y fascinante esplendor.
Ahora era el momento propicio para querer de verdad habitar esa magia, poseer el secreto inigualable de ese encanto, desmitificar lo mítico de los orígenes americanos y de mitificar lo ancestral como fuente de la existencia nativa.
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