Barcelona, 1982. En aquellos tiempos existía el privilegio, con Air India, de viajar directamente desde Barcelona hasta Delhi en un magnífico avión con un imaginario propio del hinduismo.
¿ Por qué al la India ? Para mí era la Tierra Mítica, la esperanza de Otra Vida, más allá del entono asfixiante de la familia y del entorno asfixiante del franquismo. Ilusión propia de una generación que rechazaba un catolicismo decadente que se mantenía en formalidades caducas y que al mismo tiempo buscaba una auténtica espiritualidad. La práctica del yoga y la lectura de los libros de Mircea Elíade parecían un anticipo de la experiencia transformadora que me esperaba.
Eramos tres amigos. Nada de aviones para viajar por el interior, nada de hoteles exóticos lujosos, nada de restaurantes para turistas ; ni siquiera llevaba VISA. Únicamente un billete de avión de ida y vuelta: del 1 de septiembre hasta el 1 de octubre. Y una bolsita colgando del cuello con los mínimos dólares para subsistir : hoteles tirados, comida del lugar y transportes. Nuestro recorrido era Delhi-Jaipur-Agra-Benarest-Katmandú. No eran bromas, porque todo el itinerario por la India era en tren. Luego, desde la frontera hasta Katmandú, un duro viaje en autocar. Katmandú era ya el no va más para nuestro sueño hippie.
Al llegar del aeropuerto un calor asfixiante nos envolvió. Al poco nos recogió una camioneta que nos llevó a la Vieja Delhi. Las calles eran un baile de colores, sonidos y animación. La pensión era de lo más cutre, llena de cucarachas, pero me parecía una maravilla. La gente era pobre, pero no se respiraba miseria. Se respiraba una especie de aceptación estoica, un aire de conformidad con lo que a cada cual le había tocado. Era el karma que se debía asumir, sin protestas, sin quejas. Gente tranquila., aunque también con algún avispado que se aprovechaba de los pardillos como nosotros. Por la noche hacía calor insoportable y la gente salía a dormir a la calle o a las terrazas, a lo alto de las austeras casas. Sin problemas. Parecía imposible que cualquiera de aquellos indios pudiera ejercer la más mínima violencia sobre nosotros. Otra cosa era la persistente demanda de rupias o la negociación de cada cosa que comprábamos.
Decidimos invertir el sentido del viaje y dirigirnos directamente a Katmandú, ya que el calor nos abrasaba. Nos trasladamos para los trámites a Nueva Delhi, que no tenía nada que ver con la parte vieja. Era una parte construida al gusto inglés para los colonizadores y que ahora habitaban las clases altas indias. Tardamos tres días en conseguir el visado por la lentitud burocrática. Mientras tanto paseábamos inmersos en un entorno lleno de estímulos. Los bares eran pequeños cuchitriles en los que habían más empleados que clientes. Me encantaba el lassi, que era yogur líquido con azúcar. Algo peligroso, porque el agua era peligrosa para nosotros. Sólo podíamos beber agua embotellada. El picante superaba con creces lo que aquí consideramos como tal. Las calles era un encuentro (im)posible entre bicicletas, rinkshaw ( conductores de bicicletas portadores de clientes), vacas y coches… sin más regla que la intuición y la rápida capacidad de reacción del conductor. Visitamos el Fuerte Rojo, un edificio impresionante.
Ferrocarril antiguo para llegar a la frontera con Nepal, donde tres cuartas partes de la gente que subía era desalojada a la primera parada porque no tenía billete. Muchos vendían chai, el té indio con leche, en las estaciones. Viaje largo e incómodo que solo fue un aperitivo de lo que nos esperaba una vez llegamos a Nepal : un larguísimo viaje en autobús hasta llegar a Katmandú. Era una ciudad con una arquitectura maravillosa, con gente tan tranquila como la de la India. Arquitectura sagrada con todo este imaginario budista-hinduista que tanto me fascinaba. Nos instalamos sobre todo en Pockara, la ciudad que está tocando al pie del Annapurna ( Himalaya) y a cuyo lado está el lago Phewua. Nos alojamos en un hostal agradable, llamado Rainbow y estuvimos navegando tranquilamente en una pequeña barca que alquilamos. Subimos al Annapurna y nos perdimos. Pagando conseguimos que un niño que nos encontramos nos guiara, hasta que, en un momento de despiste ,desapareció corriendo. Al final conseguimos encontrar el camino de vuelta cruzando arrozales por aquí y por allá. Cada vez que salíamos a la calle un niño nepalí nos acompañaba. Katmandú está en un valle impresionante, en el gran Himalaya. La ciudad tiene una arquitectura magnífica, de casa y templos que forman un conjunto impresionante, de madera esculpida, ladrillo rojo y techo de cobre.
Vuelta a la India. Largo viaje en autocar primero y en tren después, hasta llegar a Benarest ( o Vanarasi) la ciudad sagrada donde los indios hacia peregrinaciones para bañarse en el río sagrado, el Ganges. El río era infecto : no nos bañamos. Pronto comprobamos que Benarest era una ciudad interesante y animada, pero que más que un lugar místico era un gran bazar. El acto de bañarse de cientos de indios en cada momento se hacía con la grandeza del ritual y le daba el carácter sagrado que tenía. No resistimos a la tentación de comprar opio y hasta probamos heroína fumada. Nos transportó al nirvana por la vía más rápida. El resto del viaje nos acompañó el opio. Si hubiéramos traspasado el límite, no hubiéramos llegado al aeropuerto. Pasamos por Agra y quedamos deslumbrados por el Tat Majal. Jaipur fue también una ciudad espléndida de una zona diferente, el Punjab.
En aquel viaje descubrí varias cosas. La primera era que la India era realmente Otra Cultura. Lo diferente te lleva a cuestionar lo familiar, pero no se puede salir de uno mismo. Lo que sí puedes hacer, es abrir tu mundo. Para esto hay que aprender de la experiencia, lo que significa abrir los ojos y no tejer ilusiones ni idealizaciones. Ver las luces y las sombras. Aquí y allá. En Barcelona y en la India. Pero los únicos paraísos que experimentamos son los artificiales, como decía Baudelaire.
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