Entré a la basílica de Santa María con paso decidido para exorcizar los siete símbolos de arcilla que él me había regalado durante nuestra relación. En ese tiempo, fuerzas misteriosas del mundo pagano habían tomado posesión de mis creencias religiosas cuando, por amor, decidí divorciarme de todas mis costumbres para seguirlo a él.
Situada en la entrada principal de la iglesia, una pileta de mármol de estilo renacentista, repleta de agua bendita, se ofrecía generosa ante mis manos invitando a santiguarme .Cuando las sumergí en el agua, esta se tiño de rojo por el negro de mis transgresiones.
Caminé con actitud devota por el pasillo de la nave central para dirigirme al confesionario. La historia de los tiempos idos se descolgó del techo, y reviví las imágenes de terror que allí sucedieron y que me contaron mis padres cuando, una tarde, desde el castillo de Santa Bárbara contemplábamos los azules que bañan el Mediterráneo. Todavía, huelo la fragancia yodada del mar y veo las multíparas manos de las brisas largas de verano, bamboleando las palmeras y jugando con los mástiles de las embarcaciones ancladas en el puerto.
Miré, con ojos de sonámbula, las obras de arte religioso que engalanaban el interior del recinto. Sentí pánico cuando me quedé prendada de la mirada mutilada de una imagen de piedra de estilo barroco que representaba una Inmaculada del siglo XVII que dominaba el altar principal. Las altas y descompasadas notas de un órgano que acompañaba la música sacra con sus coros, se lamentaban del pasado y las teclas rugían. Las notas crepitaban sobre el piso calentando las baldosas mientras yo caminaba de puntillas, para evitar que mis talones se calcinaran. Un sonido fuerte y persistente comenzó a golpear dentro de mi cabeza: era el desfile de mil botas republicanas que, en sincronizado repique militar, se dirigían marchando hacia el templo sagrado de la « Muy Ilustre Fiel y Siempre Heroica Ciudad de Alicante»… A lo lejos, divisé la devastación que dejan las guerras civiles producidas por las dictaduras y el hambre de poder: ¡sentí dolor! Caí de rodillas en la nave central y ensordecí ante el estridente sonido de las suelas de las botas milicianas rozando contra el piso. El sonido se elevaba por las dos capillas laterales y sobre sus cúpulas volaban alborotadas cientos de palomas grises.
Seguí avanzando con pasos temblorosos por el corredor de la nave principal, para buscar el nicho de yeso donde se exhibía Juan el Bautista. Vi que sus labios se abrieron para susurrarme: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado.» Sentí miedo cuando vi flotar por toda la iglesia una bandeja de plata con una cabeza decapitada que me miraba con desencanto. No quise insistir sobre mi deseo de confesarme y pedir perdón, y, aterrorizada, abandoné el lugar.
Excitada, me senté en un banco de madera en la placita de Santa María y con ansías manoseaba la bolsa de terciopelo azul con los siete símbolos. Al tocarlos, una fuerza poderosa me arrastró por mundos dantescos y algo me quemó los dedos. Saqué la mano y aprecié una ampolla color malva, de forma alargada, semejante a una serpiente.
El muy desgraciado, un día me dejó abandonada y a la deriva como esos barcos en la bahía que se dejan llevar por el vaivén de las olas. Pero así como me enamoré en un instante, así mismo enterraría todo vestigio de su existencia, y qué mejor oportunidad que viajar nuevamente a Alicante a las Fiestas de San Juan y que el fuego liberador de ese ritual, se encargara de consumir mis sentimientos hacia él.
Conocí a este marinero de mares remotos un día cuando se bajaba de un velero sin banderas que estaba fondeado en la bahía. Era una tarde de verano. Estaba sentada en un bar cerca de la Explanada de España bebiendo una caña y fumando sin cesar, cuando sentí aquella mirada que se topó con la mía. Hice un gesto sutil con la mano para ignorarlo y me dediqué a contemplar las palmeras que bordean la orilla azul del Mediterráneo. La Explanada vibra por el bullicio de la gente.
El día se va consumiendo y en los bares se escucha la música interpretada por las bandas. Se encienden las luces de las farolas que adornan el paseo. Rayos de luz viajan por el piso que al chocar contra el mosaico, producen destellos del color Rojo Alicante, el marfil y el Negro Marquina que al mezclarse, es como si estuvieras contemplando el oleaje del Mar Mediterráneo.
Quedé atrapada en la magia de los colores…
Mi alma gimió cuando intenté buscarlo y no lo vi…
Suspiré por la mirada que a propósito esquivé.
Insistí, ¡y allí estaba…!
Perdí el control cuando se me acercó.
—¿Por qué esquivaste mi mirada, bonita?
—No hablo con desconocidos —le dije sin ninguna convicción.
Me miró con ansia y sentí que su mirada me suplicaba que le permitiera sentarse.
Con ademán sereno y lento, apartó una silla de la mesa sobre la que reposaban tres vasos vacíos de Horchata que yo había bebido mientras estuve en el lugar.. Se sentó enfrente de mí.
Apasionadamente tomó mis manos entre las suyas y se presentó permaneciendo sentado.
—Mucho gusto, me llamo…
—El Moro — le interrumpí groseramente desviando la miraba hacia la figura de piedra, icono de la ciudad.
Después, le sonreí deliciosamente y una ola de cálida simpatía se cruzó entre los dos. Se rompió el hielo de la noche. Amparados por el anonimato, nos perdimos en los recovecos de las calles enfiestadas, y, embriagada de Margaritas en copas escarchadas, subí a su velero y nos internamos en las sombras del puerto. ¡Fue mi perdición!
Cuando comenzaron a repicar las campanas de la iglesia de San Nicolás para iniciar las fiestas, me dirigí a la « cremá» con la bolsa de terciopelo azul y la lancé en una fogata.
Siete demonios vestidos de negro se desintegraban en el fuego y yo volví a ver la luz…
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