El turno de mañana comenzó como otras tantas veces. El café quedó olvidado en la barra de cualquier bar de cualquier ciudad ante la mirada de extrañeza de los clientes. A esas horas observaban indiferentes la pantalla con las noticias del inicio de un nuevo día de trabajo. La emisora dio el aviso del suicidio de un anciano en la residencia “Hogar 70”. Los Policías salieron del local apresurados en el que sería uno de tantos otros días de sucesos.
El cuerpo del viejo permanecía impasible deformado por el duro hormigón. Los agentes observaban en silencio cuando los gritos desde la tercera planta comenzaron.
Dos de los Policías corrieron al interior de la residencia sin saber aún que sucedía. Avanzaron por los pasillos guiados por las indicaciones de las monjas que asustadas no lograban articular palabra. El primero de los agentes entró en el cuarto; estaba claro que el día de trabajo iba a ser largo. ¿Qué ha pasado esta noche aquí?- pensó mirando a su compañero de patrulla con mirada angustiada.
-Esa noche la Negra señora, la muerte segadora de vidas,recorrió el camino de entrada de la residencia de ancianos, inhalando gustosa el aroma de la desgracia; ese olor que siempre le daba vida. No sabía por qué estaba ahí o quien le mandaba, pero estaba presente en el momento último donde cada alma abandonaba el aún cálido cuerpo de su morador.
Quedó parada en el cristal de la triste ventana del cuarto de Julián y entró sigilosa a través de las ranuras de la vieja madera de la pared posándose sobre la piel vetusta de Julián. Su vello se erizó.
Abrió los ojos. La noche anterior se había acostado vestido con su mejor traje. Estaba decidido, el guerrero de la vida, luchador de causas perdidas, decidió rendir su cuerpo a los pies de una realidad que le superaba. Salió de la habitación, acompañado por el silencio de la muerte que lo abrazaba mientras avanzaba por el pasillo del triste y olvidado lugar. Tan solo las jadeantes respiraciones de los viejos abandonados se escuchaban en la cuarta planta de la residencia de ancianos. Entró en el cuarto deMaría, ella dormía plácidamente sin sueños. El alzhéimer había borrado cualquier recuerdo, cualquier alegría. Lloraba y reía sin sentido, y los pocos nombres que recordaba brotaban de su boca sin sentido alguno. Las paredes estaban cubiertas de Santos: San Antonio, El sagrado corazón, La Inmaculada concepción….Julián los observó y sintió odio hacia ellos. Estos parecían responderle con miradas severas. El cuarto olía a orín; a piel vieja y olvidada; a tristezas y rencores; El aire dolía en el alma.
Julián miró por la ventana y contempló la bella luna que tantas veces había cautivado sus pensamientos, que tantas veces acompañó sus noches de amor, algunas veces llegó a pensar que lo miraba, que sabía lo que pensaba. Dos nubes pasajeras velaron la mirada de la luna, como si esta no quisiese mirar a Julián, como si se desentendiese de él; volvió a llorar en silencio. Dejó la nota encima de la mesa, esanota que tantas veces rompió; las llaves, la lista de teléfonos de sus familiares lejanos y los dos recibos del pago del sepelio y dos nichos adosados en el cementeriodel pueblo que los vio nacer y tantas penas les causó.
Cogió varias gasase hizo una mordaza, avanzando en la oscuridad permaneció al lado de la cama de María mirándola sin pestañear, añorando no haber estado más a su lado. Ella abrió los ojos dejando entrever ese verdeque acompañó a los descendientes de la familia durante tantas generaciones. Miró extrañada al visitante nocturno sin decir nada. Sonrió. Julián colocó lentamente la mordaza de gasa sobre la boca y nariz; apretó…apretó hasta que le dolieron los dedos, hasta que sus uñas hicieron sangre en el rostro de María que pataleó y gimió en un tiempo que se hizo eterno. Dos corazones acompasados, uno acelerado y otro roto de pena. Julián estaba muerto en vida; notó como las fuerzas abandonaron a María. El mirar brillante de la vida se quedó en el mirar opaco de la muerte; esta se relamió haciendo suyo ese instante, se agitó y dio vueltas sobre sí misma como un niño que recibe en regalo tan deseado, pero había más, mucho más para ella esa noche.
Julián despegó las manos del rostro de su hermana y la miró. No lloró, ya no sufriría más ni el tampoco. Ella tenía la mirada tranquila, parecía que hubiese muerto feliz; hasta donde llegaba la locura de su ser. Se agachó y beso la mejilla de su hermana y susurró:
- Ya duermes tranquila.
Salió de la habitación y avanzó hasta el final del pasillo abriendo la puerta de la salida de emergencia. Se apoyó en la barandilla metálica de las escaleras de incendios, miró desde la altura hacia la oscuridad profunda que le separaba del suelo. Pasó sus piernas por encima y sin pensar si quiera en arrepentimientos infantiles voló. Durante un instante sintió la libertad del ave, la caricia del viento, hasta que el duro suelo de hormigón besó su nuca nublando sus sentidos. El crack siniestro del cráneo al partirse en dos hizo que su estomago se encogiese ante un dolor intenso. La segadora de vidas respiró el último soplo de aire que suspiró Julián y se fue triunfante en busca de nuevo alimento para su negra eternidad.
Boca arriba mirando las estrellas vivió su muerte, sintiendo el calor de la sangre recorriendo su espalda. Estaba muerto, pero en esos últimos momentos recordó.
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