Empecé a trabajar con más miedo que edad. Mi título dice “Química Industrial” y durante toda mi carrera estuve un tanto ausente, pensando en la luna, en escapar un poco, en vivir en la fantasía, en escribir y pintar.

Al graduarme mitigué un tanto el miedo de mi padre, que iba incrementándose cada vez más al ver a su hija diferente.

Por costumbre quedó un tatuaje invisible para todos, menos para mí: libre

No contaré la travesía, el viaje hasta llegar a mi primer trabajo. Basta decir que me desprendieron de tajo de una tierra árida, para plantarme en un espacio de amor y de paz.

Lo cierto es que estaba asustada. En una ciudad grande e industrial, la misma ciudad donde ahora vivo, donde hoy escribo, desde la librería.

Hoy pocas personas saben que soy Química Industrial, que estudié forzada, que trabajé diez años de Jefe de Control de Calidad en una empresa alimenticia; algo que no me desagradaba porque me sentía útil, aprendí a ganar dinero, a vivir en ese techo de paz y pronto mis raíces se alimentaban de la tierra fértil.

Comencé a trabajar en una empresa alemana donde el horario era riguroso: de ocho a cuatro. Al principio fue intimidante, era la “recomendada” haciendo prácticas profesionales. Seis meses. Pero fueron estos seis meses decisivos para toda mi vida, desde la puntualidad hasta la humildad.

El primer mes estuve en un lugar que llamaban “piloto”, porque era como una pequeña empresa dentro de la grande. Ahí se fabricaban productos en menor escala. La persona responsable de “piloto” me dijo: “si aguantas un mes en “piloto”, aguantas el tiempo que sea y donde sea”; y creo que fue cierto.

Piloto era un espacio abierto en medio de la planta.

De ese mes recuerdo cosas importantes:

  • Un día me senté a leer una reacción y el jefe de la planta fue y me dijo: aquí se viene a trabajar.
  • No me podía sentar y para ocupar mi tiempo lavaba el material, y nuevamente salía el jefe y me decía: no estás aquí para lavar los matraces.
  • La comida era en un lapso de 30 minutos; yo que fui tan enclenque aprendí a comer muy rápido, para que el jefe no fuera a decir: se come en media hora.

De este jefe aprendí a nunca tratar a alguien como él me trató a mí.

Comía con Bladimiro, el encargado de “piloto”, solo éramos él y yo. Nos tocaba comer a las 11:30 y yo sin hambre tenía que comer y entregar un boleto azul que me dieron en Recursos Humanos cuando entré.

Un día Bladimiro llegó feliz, y me dijo: hoy pagan.

Estaba en especial contento, muy contento y yo en pánico: me iban a cobrar las comidas y no traía dinero.

En ese tiempo pagaban en efectivo. Había una puerta con una ventanita donde un señor amable te daba el salario y firmabas un recibo. Te daba de nueva cuenta los boletos azules para las comidas subsidiadas.

Hago una pausa.

En la librería donde estoy escribiendo esto, está un chavo firmando su libro. Es joven, llegó y con él los medios de comunicación para entrevistarlo. Es vocalista de una banda y escribió su segundo libro que se llama “Odio odiar”.

Ni sé quién es.

Ni sé qué canta.

Lo busque en internet y dice que es abogado sin ejercer, pero canta y ahora escribe. También decía que había causado controversia cuando en una firma de libros lo captaron limpiándose la cara, después de los besos de sus fans.

Esta librería siempre está tranquila, hoy no tanto, pero no creo que sea tan famoso, porque un pequeño grupo vino y tiene muchos libros sin vender. En este momento lo entrevistan. El, creo, nunca tuvo que hacer esa fila para cobrar su quincena.

Prosigo.

Yo sí, fui con Bladimiro. Estábamos recargados en una pared y me dio pena y decidí regresar a mi lugar.

Para finalizar el día, el Señor de Recursos Humanos me llamó y me preguntó: ¿no vas a venir a cobrar?

Fui, él me dijo: te pareces a mi hija. Me dio lo que para mí era mucho dinero y los boletos para las siguientes comidas.

Ahí entendí la emoción de Bladimiro. No sé cómo describir el sentimiento de haber “ganado” mi primer sueldo haciendo algo que no me disgustaba pero tampoco me apasionaba.

Piloto era una fábrica de todo, donde los olores de benceno, anilinas, mercaptanos y ajo entre otros, se mezclaban y olía algo así como a jabón a granel, muy penetrante.

Llegué a casa de mi tía, donde vivía. Ella me ve y dice: que rico hueles (ella trabajaba de Química en un lugar donde hacían pesticidas y colorantes). Y yo emocionada, contagiada por Bladimiro le dije: me pagaron.

Ella al saber cuánto y conociendo el mercado me dijo: que miserables. Cuando termines los seis meses buscamos otro trabajo, mejor pagado.

Un mes en piloto y pasé, según Bladimiro a la gloria. A un laboratorio con aire acondicionado, donde se me permitía estar sentada, leer las reacciones, con una jefa estricta pero humana que me enseñó lo que es la exactitud. La verdadera exactitud.

Pasaron los seis meses y dejé a mi pesar esa empresa alemana, para ir a otra, donde se trabajaba al revés: donde no tenía que checar tarjeta, donde la exactitud no existía y mucho menos la puntualidad.

Nueve años ahí, hasta que las letras y el arte jalaron bien la cuerda y me quede de su lado.

Hoy casi nadie sabe, pero tengo también tatuado junto a libre, el arte.

Y vuelvo a este momento presente, en la librería y no dejo de sorprenderme al ver que hay quien publica y firma y hay otros tantos que escribimos y aunque odiemos odiar, como se llama el libro, nunca hemos publicado.

Esperaré a ver si aprendió la lección y no se limpia la cara, al menos hasta llegar a su casa.

FIN

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