Espalda recta, micrófono bien colocado, no muy pegado a la boca para no ‘pepear’, conexión establecida, pitidos de entrada, estamos en línea y… saludé con fingido entusiasmo. Y es que una de las claves del éxito en este trabajo es entrar con buen pie, caer en gracia y, en mi caso, por deformación profesional, ayuda impostar una bonita, entonada y profunda voz. “Con presencia”, que solía decir mi maestro de locución.
Sí, he aquí una periodista haciendo de teleoperadora. Una que, como tantas otras, escuchan al otro lado del auricular voces serias, prevenidas y antipáticas que, nada más descolgar el teléfono, espetan un tajante y escueto: «¡Quién es!». No, no me he olvidado de los interrogantes. Mal empezamos –pienso–. Respiro profundamente y, de nuevo, “con sonrisa en boca”, doy los buenos días. «¡Dígame! ¡Qué quiere!». Mi interlocutor sigue obviando los signos de interrogación.
Escucho sus zancadas que, cada vez con mayor premura, aprietan el paso. Intuyo su hastío. Lo intuyo e incluso lo entiendo, pues posiblemente se le haya telefoneado unas cinco o seis veces al día, en los momentos más inoportunos. Y así, bajo el yugo de Murphy, el cliente habrá acumulado una rabia contenida que luego explotará cuando una servidora le desee los buenos días con tan buena predisposición. Y todo por culpa de un sistema automático que funciona como le viene en gana y que no tiene en cuenta el recuadrado destinado a las ‘Observaciones’: “Llamar sólo por las tardes”, escribe un compañero. Miro el reloj… ¡y son las 10 de la mañana!
Éste te manda a la mierda, ya lo verás –sentencia, resignada, mi voz de la intuición–. Pero yo, pese a todo, continúo con dignidad: una digna sucesión de palabras dichas atropelladamente y, ahora sí, echando por tierra el principio radiofónico de ‘claridad y buena entonación’: «Llamo de su banco, en relación a su tarjeta de crédito y –cojo carrerilla–: decirle que esta conversación está siendo grabada por motivos de seguridad y calidad». «No, no me interesa» –responde nuevamente tajante a una pregunta ausente–. «Déjeme que le explique, Gumersindo, que se trata de una tarjeta sustitutiva y no una nueva. Por eso…». ¡Plas! «Te colgó» –sentencia, tan sagaz, una de mis compañeras–.
Éste suele ser el principio de una larga jornada. Por eso y por tantas otras cosas, todavía no he encontrado teleoperadoras vocacionales. Sólo circunstanciales. No es el trabajo de nuestras vidas y, sin embargo, trabajamos a destajo, con los deberes bien aprendidos y luciendo nuestras mejores sonrisas. Llevamos por bandera una muy buena predisposición.
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Luisa se sienta a mi derecha y, en cuestión de semanas, se ha convertido en “una amiga en competencia”. Sí, así es. Competimos amistosamente para ver quién consigue más “Positivos” a lo largo del día. Pero el nuestro, que conste en acta, es un duelo que se aleja mucho a un enfrentamiento voraz. En nuestro caso, el pique llega a resultar una divertida motivación para las dos.
«Pues yo ya llevo diez positivos. ¿Y tú?»
«Uno, dos, tres… ¡cuatro!»
«¡¡¡Bien!!!»
«¡Qué mala!» (Risas)
Luisa y yo hemos iniciado una relación que apunta a convertirse en una bonita amistad, cimentada sobre una base de sinceridad absoluta: un desnudo emocional por mi parte y una generosa acogida –sin juicios ni prejuicios– por la suya. Lo confieso: la empiezo a querer.
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Nuria es otra compañera que, entre pruebas de vestuario y cursos prematrimoniales, hace de teleoperadora. Habla, cuelga, mira el móvil y, entonces, pueden pasar dos cosas: o irradia satisfacción porque ya puede recoger las invitaciones de la boda, o muestra irritación porque la maquilladora no puede quedar ese día.
Es, además, una chica espontánea, pues no le tiembla el pulso a la hora de eliminar gente del grupo que tenemos en el WhatsApp. «¿Te han cambiado de campaña y ya no hablas, sólo lees? ¡Pues fuera!». Con razón en el fondo, pero radical en las formas, así es ella. Pero se la quiere igual.
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Frente a mi puesto, se sientan –tal y como dice la zarzuela–, una rubia y una morena. La primera liga como si fuera un Adonis en versión femenina. Lo sabemos porque, cuando sucede el flechazo (unilateral porque procura no entrar al trapo más allá del mero coqueteo), se ruboriza. El suyo es un rubor rosado que casi roza el rojo pasión en contraste con el color de su piel: blanca (que no cetrina como la de una servidora). Eso, y sus ojos azules, convierten a Paula en una rubia de las de verdad.
Y yo me pregunto: ¿acaso le tocan los interlocutores más seductores o puede que la seducción sea su arma de captación? Lo que está bien claro es que le funciona y, de hecho, resulta ser la que mejores resultados obtiene. Ella… y la morena. Pilar, la voz de la sensatez. En apariencia seria, pero de fiar. Directa, pero sincera. La que te pilla en medio del pasillo y, con un cariñoso apretón en el brazo y un mero “cómo estás”, consigue transmitirte serenidad. Ella fue la que instauró la frase mágica que, por supuesto, todas las demás adoptamos como un mantra: “ésta no es una llamada comercial”.
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Sobre mí ya lo he dicho casi todo. En la radio me decían que “acariciaba con las palabras”. Aquí, siendo una “chica del cable”, sigo intentándolo para no perder la costumbre, pero no funciona. Pese a ello, en esta nueva etapa, he ganado amigas y he aprendido muchas cosas: a gestionar los noes con cierta dosis de buen humor, soltura ante los imprevistos y capacidad de improvisación. Cabeza más que corazón.
Ser teleoperadora me ha hecho valorar lo que tenía y amaba. Y que conste que uso el pasado con muchísimo pesar, nostalgia e incluso algo de miedo. Las tres cosas a la vez. Y es que es imposible no tener miedo cuando amas algo. Miedo cuando lo tienes por perderlo… y miedo cuando lo pierdes porque no vuelva a ti.
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