Trabajo, ilusión, angustia

Trabajo, ilusión, angustia

Hank JOPECA73

09/06/2017

Acababa de salir de la Universidad. Cinco años para obtener su soñada licenciatura en Derecho que tanto esfuerzo le había costado.

El primer fin de semana de vuelta a casa, decidió escribir una pequeña nota, a nivel de currículo, para repartirla por todos los despachos de abogados de la ciudad donde volvería a vivir junto a sus padres.

No tardaron en responderle. El lunes a primera hora ya le habían invitado a visitar tres despachos, con la posdata de que, las prácticas, no se remuneraban.

Acudió a las entrevistas y se decidió por la del despacho más joven y con menos pretensiones. Algunos de los entrevistadores le habían parecido verdaderos ogros. Uno incluso, tras haber visto en su escrito que tenía experiencia de vendedor, le ofreció trabajar captando clientes.

Las primeras semanas fueron excelentes, continuas felicitaciones por sus escritos y invitaciones a café para conversar con él. Entre los miembros del despacho figuraba una joven con apenas experiencia con la que llegó a congeniar profesional y personalmente.

Los meses pasaban. Su trabajo era denso, la mesa cada día se veía más abarrotada de expedientes que los demás no querían acabar, o que tenían abandonados. Los resultados eran buenos, pero empezaba a echar en falta un sueldo.

Le ofrecieron la oportunidad de gestionar una cuenta de impagados. El cliente era un suministrador de peluquerías y le darían una buena comisión.

Así lo hizo durante los siguientes meses, pero las comisiones no llegaban.

Había conocido a una chica y con la impaciencia propia de su edad, ya vivían juntos. Pero no tenían dinero.

Empezó a guardarse algo de lo que iba cobrando, esperando compensarlo con las comisiones que, algún día, debían abonarle. No fue así.

Llegó el esperado y temido día. El cliente quiso pasar cuentas y los importes no cuadraban. Había ido a visitar a los deudores personalmente y traía un listado de lo cobrado.

Nuestro protagonista había entregado a su jefe prácticamente todo el dinero recaudado, con una pequeña retención del diez por ciento para su sustento.

La reunión fue desastrosa. El jefe afirmó no haber recibido cantidad alguna. El cliente se enfadó y levantando la voz afirmó que iría a denunciar a ambos.

El jefe del bufete se puso de parte de su cliente y lo acompañó a comisaría.

No tardaron en presentarse en casa del joven, dos agentes uniformados. Debía ir a declarar.

La denuncia se transformó en querella por apropiación indebida. Lo citaron a declarar ante el juez, pero la crisis que ya se había instalado en el joven le llevó a su médico de cabecera para que le recetara antidepresivos y, previo informe de la ansiedad y depresión que había alcanzado, consiguió retrasar su declaración.

Pasaron más meses. Hacía algo más de un año desde que tomó la decisión de optar por aquel despacho.

Un viernes al mediodía le llamaron de comisaría, le estaban buscando. Telefoneó al juzgado y acordó que el lunes a primera hora comparecería para declarar y aportar así su versión de los hechos.

El sábado a las diez de la mañana sonó el timbre de su casa. Era la policía con una orden de arresto. Preguntó si podía coger su coche para volver a casa, pero la respuesta fue una obvia negativa.

Al subir al coche patrulla, desde el asiento trasero preguntó a los agentes si se dirigían al juzgado directamente o a comisaría. No le respondieron.

Llegaron a comisaría, le informaron que estaba detenido, le leyeron sus derechos, le cachearon apoyado en la pared y le vaciaron todas las pertenencias que llevaba en los bolsillos. Posteriormente lo trasladaron a una celda pequeña, sucia, vieja. Unas mantas azules reposaban dobladas en la tabla que hacía las veces de cama. Rompió a llorar.

Pasó el día entero dando vueltas alrededor de las cuatro baldosas de la celda, pero un ataque de ansiedad llamó la atención de sus cautivadores y le ofrecieron ir al hospital. El protocolo obligaba a desplazarse esposado hasta la consulta del médico, ante las decenas de personas que aguardarían en la sala de espera. Rechazó su ofrecimiento a cambio de una celda más grande, a lo que asintieron.

Continuó dando paseos. Calculó el tamaño de las baldosas y estableció un recorrido que le llevó a caminar diez kilómetros en un espacio de cuatro metros cuadrados.

La desesperación era total. No había futuro. Lo encerrarían y, su novia embarazada, se quedaría sola, sin dinero, con un niño en su vientre al que daría a luz sola, al que no podría alimentar. También lo perderían, pensó.

Pasó la noche caminando y rechazando los bocadillos que le ofrecían. El frío del aire acondicionado era desmesurado, pero las mantas rasgadas y sucias no le ofrecían el cobijo y abrigo que necesitaba. Hasta que llegó la mañana. Sin reloj donde más o menos guiarse, calculó que debían ser las ocho y media cuando, un agente, le ofreció un café y le comunicó que se preparase para salir.

Le trajeron un café cortado que vació en el retrete empotrado en el suelo de su celda. Seguía sin probar bocado.

Acto seguido le entregaron una bolsa de plástico debidamente precintada con sus pertenencias y le volvieron a esposar haciéndole situar en la fila que formaban el resto de presos que se dirigió al furgón policial.

Al llegar a los juzgados introdujeron a cada preso en una celda distinta. La suya estaba llena de pintadas, textos blasfemos e insultos contra los policías. Los ánimos volvieron al ver cercano el final de aquella pesadilla.

Esperó varias horas en aquel cuchitril hasta que apareció otro agente, esta vez de mayor rango y, abriendo la celda, le comunicó que todo había sido un error. Aún así volvieron a esposarlo y lo acompañaron ante el Juez. Éste, inmediatamente hizo que le soltaran las esposas, aquel joven no era un delincuente.

Prestó declaración y lo dejaron marchar.

Nunca más se supo del tema, ni siquiera cuando, meses después, lo detuvieron por atropellar, de forma accidental, al que había sido su jefe.

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