Creo que uno de los peores momentos de tu vida es cuando tienes que decidir entre lo que quieres y lo que debes hacer, sobretodo cuando no tienes los recursos suficientes para hacer lo que realmente te pide el corazón. Pero hacedme caso cuando os digo que lo peor de todo es cuando tienes que decidir cuando atraviesas una depresión de cojones, de esas que te dejan hecha polvo en la cama mientras te rallas la cabeza pensando que debes levantar el culo e ir a currar.
Trabajo… palabra que todos queremos evitar por todo lo que conlleva: responsabilidades, tiempo, falta de ganas cuando no es lo que realmente te llena, entre otras palabras chungas.
Recuerdo un trabajo en una tienda de zapatos al cual me presenté sin ninguna motivación, porque seamos claros, ¿quién quiere pasar sus días de verano trabajando en una tienda de zapatos, atendiendo «guiris» que no se cansan de preguntar chorradas, que en el fondo no les interesa, en vez de estar en la playa con tus amigos, que es lo que realmente te apetece?
Pues ahí estaba yo, arreglando zapatos que ya estaban arreglados, quitando polvo que ya había quitado cinco minutos antes, chaporreando inglés, aguantando a una encargada que en el fondo estaba deseando deshacerse de mí, y no la culpo porque cuando no estaba en mis labores en la tienda estaba en el almacén llorando, desmoronada, por cosas que en el fondo no sabía exactamente, supongo que es lo que pasa con las depresiones, que te obligas a hacer cosas que en realidad no quieres hacer y te matan, haciéndote soltar lágrimas por la mínima cosa.
Todo eso me hacía pensar en lo que estaba haciendo mal, en lo que debía cambiar para mejorar mi situación, pero no encontraba la fuerza de voluntad que necesitaba en ese momento, ya que siempre me he sentido sola o, mejor dicho, hago las cosas de una manera que me hacen estar sola y pensar que no necesito de nadie, aunque en el fondo me esté desgarrando por dentro.
De modo que seguí yendo a ese trabajo inútil, hasta que un día, sin planearlo, cambié de teléfono, sin pensar en la consecuencia: mi encargada no podría localizarme para darme el horario que me correspondía. Yo seguía pensando que ella tenía mi teléfono y que no quiso llamarme para darme el horario hasta que la llamé yo para saber qué había pasado.
Me imagino que ya sabéis el resultado, ¿no?. Me llamó, me dijo que fuese esa tarde a trabajar, hice las horas que me tocaban y, al final de la jornada, me dijo que ya no necesitaba mis servicios.
¡Gracias a Dios!
Le di un abrazo, un beso y una de mis mejores sonrisas. Se quedó estupefacta, como es de esperar, pero me hizo muy feliz en ese momento y no encontré mejor manera de expresarlo.
Me despedí y me fui sonriente a casa, dando un paseo gratificante bajo el manto de estrellas de aquella noche de verano, que, casualmente, era más bello y brillante que nunca.
Porque
no
podemos
complacer a los demás
sin hacernos
felices
a nosotros mismos.
Sin descubrir nuestros propios monstruos y lidiar con ellos, para no hacer culpables a los demás de nuestros problemas.
A día de hoy estoy luchando contra mi depresión y con suerte
Seré
una mujer
libre y
FELIZ.
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